Evite comer lechugas, pepinos, tomates. Ahora mismo, sin esperar un minuto, eche su teléfono móvil a la basura. Por Dios Santo, no tome leche, ni una sola gota. Elimine la carne de cerdo, de res y de pollo de su dieta. ¿Está usted seguro de que todos sus alimentos son rigurosamente orgánicos? ¿Manzanas? No son completamente seguras. ¿Acaso no fue envenenada Blancanieves con una manzana en apariencia inocente? En cualquier caso, si tanto le apetece una manzana, cómprela en Whole Foods, no en el mercado de Shepherd’s Bush (quién sabe qué manos han tocado esas manzanas sin etiqueta).
Llega el verano, y con él, inevitablemente, una nueva epidemia. Los tabloides de Londres chillan:
Llega el verano, y con él, inevitablemente, una nueva epidemia. Los tabloides de Londres chillan:
E.coli Mutante en Gran Bretaña
El nuevo E.coli es un supervirus mutante
Bacteria asesina ataca Gran Bretaña
Oh, Lord. Todavía nos estamos recuperando del susto que nos proporcionó la epidemia de fiebre porcina, que en el verano del 2009, de acuerdo con los tabloides de Londres, estuvo a punto de liquidar a la mitad de la población británica. Ahora llega el E.coli, una bacteria muy ordinaria a la que le ha dado por transformarse, súbitamente, sin que haya explicación todavía para ello, en Jack el Destripador. Y como en los tiempos del buen Jack, los periódicos londinenses se ponen en estado de alerta, llaman a los expertos y los testigos, demandan una explicación del gobierno, redactan titulares apocalípticos. No se sabe cómo ocurrió la mutación de la bacteria Escherichia coli que produjo esta variante tan agresiva, la VTEC O104, y está aún por ver cómo llegó a los vegetales producidos para el consumo humano. Pero The Sun reporta que alrededor de 1600 personas en once países ya han contraído la enfermedad, aunque “el número de casos puede ser mucho mayor”, aclara el periódico, “porque las cifras están basadas únicamente en los registros de los hospitales”. Los siete casos reportados hasta el viernes en el Reino Unido son cuatro alemanes, y tres británicos que regresaron recientemente de aquel país, donde la epidemia comenzó la semana pasada. Tres de las víctimas sufren algunos de los peores efectos de la enfermedad, la contaminación de la sangre con sustancias tóxicas, un desorden que termina provocando un fallo de los riñones y el colapso del sistema nervioso. The Daily Mail reporta las declaraciones de Robert Tauxe, del Centro de Control y Prevención de Enfermedades de Atlanta, quien ha dicho que esta es la más letal epidemia de E.coli jamás registrada. El majadero E.coli es aparentemente más dañino para las mujeres, que son la mayoría entre las víctimas, aunque nadie en realidad podría aún decir por qué. La enfermedad, dice el Mail, puede ser transmitida de persona a persona, si los individuos infectados no cumplen requisitos esenciales de higiene, como lavarse las manos. Pero la culpa de este maligno brote fue achacada, muy apresuradamente, y con mucha injusticia, a los pepinos. Los alemanes, que han tenido la desgracia de ser los primeros afectados, culparon, sin muchas pruebas, a los pepinos importados de España, algo que tendrán que lamentar si el gobierno de Madrid cumple su amenaza de demandar una compensación para sus agricultores. No solo la economía española, todo el sector agrícola de Europa se ha visto cruelmente dañado. Los pepinos españoles han sido, al menos provisionalmente, absueltos de culpa, pero ya el mal está hecho. Rusia, sin esperar más análisis de la Organización Mundial de la Salud, se apresuró a prohibir, primero, las importaciones de vegetales de España y Alemania, y luego, las de todos los demás productores europeos. Los precios del pepino, el tomate y la lechuga se han desplomado, los mercados europeos están llenos de vegetales echándose a perder. The Daily Express aclara que en el Reino Unido, la Agencia de Protección de la Salud se ha limitado a recomendar que los vegetales sean lavados meticulosamente, mientras que la Agencia de Estándares de Alimentación, todavía más precavida, ha sugerido pelarlos o cocinarlos. Varios supermercados británicos, Waitrose, Marks and Spencer y Tesco, han dicho que sus ventas de vegetales no han sido afectadas. Pero Morrison’s, uno de los mayores, ya ha reportado un pequeño descenso. Puede ser que uno solo, entre los millones de pepinos que hay ahora en los supermercados de Europa, esté infectado. Pero, ¿quién se arriesga?
Ah, si fuera solo el E-coli con lo que tenemos que lidiar. The Daily Telegraph reporta hoy que una nueva variante del virus SARM, con una alta resistencia a los antibióticos, ha sido encontrada, por mero accidente, en la leche de las vacas, y hasta en algunas personas. Los culpables de esta catástrofe son los propios ganaderos, que habiendo escapado medio arruinados de tantas recientes epidemias, y queriendo evitar la próxima, les inyectaron tantos antibióticos a sus vacas, que terminaron por fortalecer al virus, hacerlo más resistente, en lugar de exterminarlo. Los científicos han dictaminado que no hay necesidad de dejar de consumir productos lácteos pasteurizados, aunque los no pasteurizados son potencialmente peligrosos. Pero, ¿quién les cree? Aunque las personas saludables pueden portar el SARM sin notarlo durante mucho tiempo, incluso años, aquellos con sistemas inmunodeficientes pueden ser devastados por el virus, cuyo nombre científico, Staphylococcus aureus resistente a la meticilina, explica adecuadamente su poder. SARM asoló los hospitales y ancianatos británicos hace algunos años, y llegó a causar más de 1600 muertes en 2005 y, de nuevo, en 2006, incluyendo la del novelista cubano Guillermo Cabrera Infante, quien contrajo el virus en el Chelsea and Westminster Hospital durante una operación de cadera. En los últimos años, el número de muertes ha disminuido notablemente, en parte, hay que decirlo, gracias a la agitación de los periódicos británicos, que forzó al gobierno a reforzar el control sanitario en todo el sistema nacional de salud. “Encontré SARM en mis chancletas”, decía un titular de The Sun en octubre del 2007. El periódico contaba entonces la historia de Mrs Diana Seward, una anciana de 69 años cuyas chancletas, presuntamente, se contaminaron con el fatídico virus en la habitación del Birmingham City Hospital donde la mujer se recuperaba de una histerectomía. “Las habitaciones estaban sucias, con polvo y mugre debajo de las camas”, dijo Mrs Seward a los corresponsales de The Sun. “El nuevo SARM virus está fuera de control”, gritaba el periódico en noviembre. Ese mismo mes: “Las ambulancias riegan SARM”. Y de nuevo a la carga: “SARM en las cortinas de los hospitales”, anunciaba The Sun en febrero de 2008. En septiembre, el periódico, viendo esperanzadoras cifras oficiales, proclamaba el triunfo sobre el virus y se otorgaba a sí mismo, con típica vanidad, todo el crédito: “Victoria para The Sun sobre el SARM”. El descubrimiento de la nueva variante de SARM pondrá al periódico de Rupert Murdoch en una difícil situación: si este SARM es tan agresivo y letal como el anterior, The Sun tendrá que decidir entre dos epidemias, esta, o la de E.coli. ¿De cuál, nos dirá, moriremos primero? ¿Con cuál nos asustarán más? Quizás no sean la leche de las vacas británicas ni los pepinos españoles los que nos maten, sino los teléfonos móviles. The Daily Expess reporta: “Aviso urgente: los móviles pueden darte cáncer”. Al parecer, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, los móviles pueden causar una forma maligna de cáncer cerebral llamada glioma. Un grupo de científicos, reunido en Francia para examinar decenas de estudios sobre los efectos en la salud humana de la radiación de teléfonos móviles y microwaves, ha concluido que existe suficiente evidencia para preocuparse. El reporte de los expertos ha sido rechazado con egoísta vehemencia por las compañías telefónicas, pero el doctor Keith Black, director de neurología en el hospital Cedars-Sinaí de Los Ángeles, ha dicho que establecer un vínculo definitivo entre los móviles y el cáncer cerebral tomará mucho más tiempo, puesto que el impacto de los factores ambientales en la salud humana solo puede ser apreciado, en algunos casos, después de varias décadas. Además de provocar cáncer cerebral, los móviles, dijo el doctor Black, podrían afectar las funciones de la memoria cognitiva. Los niños a los que sus padres dejan usar teléfonos móviles podrían ser particularmente vulnerables. “Sus cráneos son más delgados”, dijo el doctor Black, “la radiación puede penetrar más profundamente en el cerebro de niños y jóvenes adultos”. Los periódicos, por supuesto, habían descubierto todo esto mucho antes que la Organización Mundial de la Salud. “Niños amenazados por cáncer provocado por móviles”, gritó el Daily Star en septiembre del 2008. “Los móviles son un peligro para los fetos ”, advirtió The Sun en ese mismo mes. The Daily Mail, en 2009, se quejó: “Francia combate el uso de los móviles entre los niños, pero Gran Bretaña todavía ignora las advertencias”. El nuevo estudio científico, aunque no definitivo, ha sido reportado por los periódicos de Londres como la tardía confirmación de algo que ellos, por supuesto, ya sabían. Y nosotros, ¿qué podemos hacer? ¿Cómo podríamos desprendernos de nuestro querido, imprescindible smartphone? Eso nunca.
Hay más, los peligros se multiplican, el Maligno nos tiende nuevas trampas:
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“Todo nuestro conocimiento”, observó una vez el conde Maeterlinck, “nos sirve apenas para morir de una muerte más dolorosa que la de los animales, que no saben nada”. Encerrados en ciudades crepusculares, esperamos con ansiedad la llegada de los bárbaros, la irrupción de un enemigo feroz contra el que no tenemos defensa. La ciencia, que nos ha dado los medios de vivir más y mejor, también nos ha abierto los ojos, nos ha mostrado una multitud de peligros que nunca antes imaginamos. Los descubrimientos de la biología, la genética, la medicina, nos han colocado frente a un misterio infinitamente más vasto e intrincado que la ira de Dios, al que nuestros antepasados atribuyeron la Peste Negra y otras indetenibles epidemias. El absoluto terror de los europeos del siglo XIV, diezmados por la plaga, tenía una forma de consuelo en la simplicidad de su entendimiento, en la ruda fortaleza de su ignorancia. Pero nosotros nos vemos cercados no por las consecuencias de nuestra propia culpa, de nuestros pecados de alma y de carne, sino por las malévolas criaturas que hemos al fin descubierto en un mundo que solo ahora comenzamos a ver bien. Trágicamente, algunas de esas plagas que nos amenazan son productos residuales de la ciencia, los virus que se adaptan a los antibióticos, la agricultura y la ganadería intensivas, las novedades tecnológicas que provocan imprevistos efectos colaterales. Tan rutinariamente como llegan las noticias de estupendos remedios o curas finales contra horrísonas enfermedades, llegan también las de nuevas epidemias, que aparecen por todas partes, el manso vaso de leche del desayuno, una ensalada de vegetales frescos, un beef steak. Peleamos con una bestia de mil cabezas, una invencible, voraz hidra. ¿Dónde podríamos escondernos de un enemigo semejante? Hace dos años, cuando la gripe porcina se expandió por el planeta, matando a casi veinte mil personas, descubrimos que no había lugar donde no nos pudiera alcanzar la enfermedad, y que no había mucho que pudiéramos hacer para esquivarla. En algunas ciudades, en aeropuertos, escuelas, hospitales, la gente se puso máscaras, adoptó todo tipo de inútiles e inconvenientes precauciones, ejecutó una extraña, patética coreografía del terror, una suerte de artrítico butoh del miedo. La epidemia, ciega y sorda, siguió abriéndose camino entre la multitud, derribando a miles, seleccionados azarosamente, sin razón matemática o divina. Espantados por la sucesión de epidemias, y por las alarmantes averiguaciones sobre las enfermedades que más tememos, tomamos estrictas medidas, dejamos de beber leche (¡incrementa el riesgo del cáncer de ovario!), evitamos pasar mucho tiempo expuestos al sol (100 mil británicos son diagnosticados con cáncer de piel cada año) y trocamos el café, perverso brebaje cancerígeno, por el benévolo té verde (aunque ahora parece que el café ayuda a reducir el riesgo de cáncer de próstata). En medio de esta epidemia de miedo, de horror por nuestra propia irremediable fragilidad, por la inconveniente imprevisibilidad de nuestra muerte (más que por su inevitabilidad, una idea a la que estamos ya suficientemente acostumbrados), aparecen sarcásticos terroristas, los propagadores de escalofriantes rumores, como ese bulo de que los desodorantes y antiperspirantes causaban cáncer de mama (surgido, de acuerdo con Cancer Research UK, de un email escrito por un bromista o un estafador). Vamos a morir, pero del susto.
Los tabloides, que no pueden ir contra su propia naturaleza, en vez de calmar al público, de organizar una respuesta razonable a las sucesivas crisis, las exageran golosamente, nos venden, qué pillería, la historia de nuestra propia muerte, el anuncio de nuestra inevitable extinción. Leemos con fruición, con morboso deleite, la saga de nuestra destrucción, y de nuestros patéticos intentos por escapar de esos tenaces perseguidores. Una por una, contamos las víctimas, cien, doscientos, mil. Una cuenta que terminaremos por perder, cuando, al pasar las semanas, la alarma por la nueva epidemia comience a disiparse y, creyendo que estamos a salvo, dejemos de seguir las noticias. Aunque la cuenta, por supuesto, bien podría llegar hasta nosotros mismos, y, sin que nos demos cuenta, los periódicos nos transformarán también en un número, en un caso, nos echarán a la pirámide de los cadáveres. Ah, el periodismo, qué dulce oficio. Más que a esas terroríficas enfermedades desconocidas, deberíamos temer a los periodistas, a su proverbial habilidad para explotar nuestra debilidad y estupidez.
Al final uno se puede morir, muy rápidamente, de casi cualquier cosa. De una bacteria infinitesimal en un pepino, o de nada, de un inexplicable porquesí. No hace falta que los periódicos, cada verano, nos lo recuerden, tan estentóreamente.
Los tabloides, que no pueden ir contra su propia naturaleza, en vez de calmar al público, de organizar una respuesta razonable a las sucesivas crisis, las exageran golosamente, nos venden, qué pillería, la historia de nuestra propia muerte, el anuncio de nuestra inevitable extinción. Leemos con fruición, con morboso deleite, la saga de nuestra destrucción, y de nuestros patéticos intentos por escapar de esos tenaces perseguidores. Una por una, contamos las víctimas, cien, doscientos, mil. Una cuenta que terminaremos por perder, cuando, al pasar las semanas, la alarma por la nueva epidemia comience a disiparse y, creyendo que estamos a salvo, dejemos de seguir las noticias. Aunque la cuenta, por supuesto, bien podría llegar hasta nosotros mismos, y, sin que nos demos cuenta, los periódicos nos transformarán también en un número, en un caso, nos echarán a la pirámide de los cadáveres. Ah, el periodismo, qué dulce oficio. Más que a esas terroríficas enfermedades desconocidas, deberíamos temer a los periodistas, a su proverbial habilidad para explotar nuestra debilidad y estupidez.
Al final uno se puede morir, muy rápidamente, de casi cualquier cosa. De una bacteria infinitesimal en un pepino, o de nada, de un inexplicable porquesí. No hace falta que los periódicos, cada verano, nos lo recuerden, tan estentóreamente.
Un dia, solamente un dia, nos vamos a morir de estar vivos. Mientras ese dia llegue seguire comiendo los tomates que encuentre a tiempo, las hamburguesas seguiran chorreando sangre y me pegare el celular al craneo para escuchar a mi madre que esta lejos. Despues, cuando muera, ponganme al lado del de los ojos aterrorizados que sacaron de su campana de cristal. limpio, puro, sin cancer..tan muerto como yo. Que los tabloides se vayan a tabloidear por ahi, yo seguire descalzo en el fango, entre E. Colis y virus, pero contento...
ResponderEliminarHabiendo sido testigo de cómo entienden la gran mayoría de los médicos las Matemáticas, puede suponerse que la mayoría de las conclusiones extraídas de sus estudios basados en estadísticos están mal.
ResponderEliminarUn ejercicio estupendo para cualquiera: leer "El hombre anumérico" (Innumeracy) John Allen Paulos http://www.math.temple.edu/~paulos/
Como siempre a los gobiernos les encanta meterle miedo a la población para poder manipularlos mejor, siempre es la misma historia, se repite una y otra ves hasta el cansancio
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