La posteridad no existe. Una encuesta de Gallup ha revelado que los norteamericanos consideran a Ronald Reagan como el más grande de sus presidentes. Abraham Lincoln, Bill Clinton y John Kennedy ocuparon los lugares dos, tres y cuatro en la lista. El fundador de la República, Washington, fue apenas quinto, y Franklin Roosevelt, el único hombre elegido cuatro veces presidente, ocupó un humilde sexto lugar, mínimamente arriba de Barack Obama, que ha sido presidente por dos cortos años. Quizás la alharaca conservadora de estos últimos días por el centenario de Reagan es responsable de que los norteamericanos hayan elegido como el mejor de sus presidentes no al hombre que salvó la Unión Americana y proclamó la emancipación de sus esclavos, sino al ex actor de Hollywood que, habiendo armado a los Estados Unidos para ganar una guerra en las galaxias, obtuvo su mayor victoria militar sobre Granada.
Cuando Reagan abandonó la Casa Blanca en enero de 1989 hasta The New York Times enjugó una lágrima. “Cuando deje el escenario hoy (…) lo hará en triunfo”, balbuceó el Times. Pero, en contra de lo que tan efusivo juicio pudiera indicar, la presidencia de Reagan había sido, por decir lo menos, agriamente polémica. Al retirarse, Reagan tenía un altísimo índice de popularidad, 68 %, pero solo dos años antes, en medio del escándalo por la compra ilegal de armas a Irán para pertrechar a las bandas antisandinistas en Nicaragua, esa cifra había sido 25 puntos menor. En febrero de 1983, cuando Reagan estaba en el mismo punto de su presidencia en que se halla ahora en la suya Barack Obama, solo el 40 % de los norteamericanos aprobaba su gestión, 6 % menos de los que, de acuerdo con Gallup, aprueban hoy la del actual presidente. Reagan presidía a inicios de los 80 una nación aplastada por los abrumadores signos de su declive, Viet Nam, Watergate, el secuestro de los diplomáticos norteamericanos en Teherán, la crisis de la energía, inflación, desempleo. Al final de esa década, la economía norteamericana crecía impetuosamente, y la Unión Soviética, a la que Reagan había llamado “imperio del mal”, se resquebrajaba. Pero el costo social del reaganomics, el arriesgado experimento financiero que Reagan ejecutó en su primer período presidencial, fue muy elevado, millones perdieron sus empleos, comunidades enteras fueron devastadas por la pobreza y las calamidades asociadas a ella, crimen, drogas. En su primer mandato, Reagan recortó los impuestos, particularmente los de los más ricos, y declaró la guerra a los sindicatos. En 1981, despidió a 11 mil controladores aéreos que habían desafiado su orden de volver al trabajo, y prohibió que pudieran alguna vez ser contratados de nuevo en esa industria. Economistas keynesianos, como el Premio Nobel de Economía Paul Krugman, creen que “Reagan inició una era en que una pequeña minoría se volvió muy rica, mientras las familias trabajadoras obtenían solo mínimas ganancias”. La desregulación de los mercados financieros, que condujo finalmente a la gran crisis del otoño del 2008, fue decidida y acelerada durante los años 80, con celo casi religioso.
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La inauguración presidencial de Ronald Reagan, 20 de enero de 1981. |
En su primera campaña presidencial, en 1991, Bill Clinton dijo que los años de Reagan en el poder exaltaron “la ganancia privada sobre la responsabilidad pública, los intereses particulares sobre el bien común, la riqueza y la fama sobre el trabajo y la familia (…) Los 80 han sido una edad dorada de avaricia y egoísmo, de irresponsabilidad y excesos, de negligencia”. Krugman cree que no fue Reagan, sino Paul Volcker, a quien Carter había designado presidente de la Reserva Federal, quien venció a la inflación con su agresiva política monetaria a inicios de los ochenta. Reagan legó al movimiento conservador norteamericano uno de sus axiomas favoritos, que el Tea Party ahora lanza fanáticamente contra Obama: “El gobierno no es la solución de los problemas, el gobierno es el problema”. Sin embargo, Reagan dejó a su sucesor un abultado déficit fiscal, resultado de la continuada inversión en defensa, la “carrera armamentista” de los 80, que dejó exhausto, en bancarrota, al bloque comunista, y aceleró su colapso. “No me preocupa el déficit”, Reagan declaró, “es lo suficientemente grande como para cuidarse solo”. En vez de buscar la distensión con el Kremlin, Reagan llevó la Guerra Fría a un punto más crítico que en ningún otro momento desde la crisis de los misiles de Cuba. En 1984, antes de una alocución radial, hizo un chiste macabro, uno de los mejores, y peores, de la historia, sin darse cuenta de que los micrófonos estaban abiertos. “Mis queridos Americanos”, entonó el presidente, solemnemente, “tengo el gusto de informarles que acabo de firmar una ley que ilegaliza a Rusia para siempre. El bombardeo comenzará dentro de cinco minutos”. “Señor Gorbachov”, clamó Reagan en Berlín en 1987, “eche abajo este muro”. En el Museo de Check Point Charlie, el antiguo punto de control en el centro de Berlín donde las dos mitades de Alemania, y sus respectivos patrones, se miraron, se empujaron, se vigilaron mutuamente por cuarenta años, hay una sala que celebra la contribución del 40 presidente de los Estados Unidos a “la liberación de Europa Oriental”. Pamplinas: cuando Reagan dejó la Casa Blanca, Erich Honecker era todavía secretario general del Partido Socialista Unificado de Alemania y presidente del Consejo de Estado de la República Democrática Alemana. Su público regaño a Gorbachov tuvo tanta responsabilidad en la destrucción de los regímenes comunistas de Europa Oriental como el aún más célebre “Ich bin ein Berliner” (Yo también soy berlinés) de John Kennedy en 1963, es decir, muy poca. Mientras amonestaba a los tiranuelos comunistas de Europa, Reagan ahogaba en sangre a Centroamérica, financiaba la contrarrevolución nicaragüense, sostenía a los brutales gobiernos autoritarios de El Salvador, Honduras y Guatemala, responsables de crímenes indescriptibles. En 1986, el Congreso de Estados Unidos aprobó una ley imponiendo sanciones contra el gobierno racista de Sudáfrica y reclamando el fin del apartheid. Reagan vetó la ley, pero el Congreso, con una mayoría superior a los dos tercios, revocó su veto, una humillación que no había sufrido, en un tema de política exterior, ningún presidente del siglo XX. Contundentemente, Reagan cerró toda posibilidad de distensión entre Estados Unidos y Cuba, y aumentó la presión económica, diplomática y militar sobre la isla. Muchos sospechan que quizás, en los dos últimos años de su presidencia, Reagan ya padecía Alzheimer. Ron Reagan, uno de sus hijos, ha publicado recientemente una muy polémica biografía, Mi padre a los cien años: una memoria, en la que confiesa: “Mi corazón se encogía al verlo equivocarse en sus respuestas, perder sus notas, sin palabras. Lucía cansado y confundido”. Inexplicablemente, Reagan declaró una vez que los árboles causaban más contaminación que los automóviles. “Este es el hombre”, aseguró la periodista Molly Ivins, “que prueba que la ignorancia no es obstáculo para llegar a la presidencia”. Reagan presidió la década durante la cual se extendió incontrolablemente la epidemia del SIDA. Pero no fue hasta 1987, un año antes de abandonar Washington, que Reagan finalmente pronunció públicamente esa palabra maldita, SIDA, a pesar de que uno de sus antiguos amigos de Hollywood, Rock Hudson, lo había visitado en la Casa Blanca ya mostrando las señales de la enfermedad, poco antes de morir. Un año antes de aquel tardío discurso, en 1986, Reagan había recortado el presupuesto nacional para combatir la epidemia en un 11 %.
Aún así, que Reagan haya sido escogido el mejor presidente por una mayoría, aunque exigua, de norteamericanos, no es particularmente sorprendente, en medio de la crecida conservadora que ha seguido en los últimos dos años, como en un péndulo fatal, la elección de un presidente liberal como Obama. Este desaguisado es resultado del desplazamiento a la derecha, incluso a la derecha de Reagan, que ya es mucho decir, de los líderes políticos e intelectuales del Partido Republicano, y de la nostalgia de una parte del público por una época que, desde la distancia, parece mucho mejor de lo que en realidad fue. “Quisiera que viviéramos en un lugar más parecido a la América de antaño”, suspira el pobre Ned Flanders en Los Simpsons, “que solo existe en el cerebro de nosotros, los Republicanos”. Sin embargo, aunque Reagan haya sido un presidente nefasto políticamente, las consecuencias de sus decisiones, tanto las más fatales, como las beneficiosas, como el tratado de desarme nuclear de 1987, se han disuelto en el tiempo y en la obra de gobiernos posteriores, la historia, avanzando de prisa, ha borrado, parcialmente, las huellas de su responsabilidad. Los políticos, los periodistas, los historiadores, discuten los méritos o la culpa de Reagan, pero muchos norteamericanos, que eran jóvenes en los 80, o no habían siquiera nacido, recuerdan o identifican mejor al presidente bonachón, sin aires intelectuales, todavía apuesto en sus 70, que famosamente anunció, en la campaña presidencial de 1984, que “amanecía de nuevo en América”. Aquel año, 1984, Reagan ganó en 49 de los 50 estados de la Unión al candidato demócrata Walter Mondale, un hombre más joven y mejor educado, y sin una pizca de encanto o carisma, que recordaba demasiado a los norteamericanos la aparente inefectividad del gobierno de otro hombre igualmente educado, decente y bien intencionado, Jimmy Carter. “Thomas Jefferson”, contaba Reagan, el presidente más viejo que jamás tuvieron los Estados Unidos, “dijo una vez que uno no debía juzgar a un presidente por su edad, sino por sus obras. Desde que Jefferson me dijo eso, he dejado de preocuparme”. “Quiero que sepan”, dijo en un debate con Mondale, “que no pretendo hacer de mi edad un tema de la campaña. No voy a explotar, por razones políticas, la juventud e inexperiencia de mi oponente”. A los que se preocupaban por la capacidad de un hombre tan viejo para gobernar, Reagan les aseguró: “He dado órdenes de que me despierten en el caso de una emergencia nacional. Incluso, si estoy en una reunión del gabinete”. A los cirujanos que lo operaron en 1981, tras ser herido en un atentado, tuvo tiempo de decirles: “Espero que todos ustedes sean Republicanos”. Pero en medio de tantos ingeniosos chistes, se pueden encontrar fácilmente los duros sofismas del anticomunismo y el neoliberalismo de los ochenta. “Las nueve palabras más aterradoras en el idioma inglés son: ‘Yo soy del gobierno y he venido a ayudar’”. “Si la Unión Soviética”, decía Reagan, pícaramente, “permitiera la creación de un partido de oposición, aún seguiría siendo un sistema monopartidista, porque todo el mundo se pasaría a ese partido”. “Un comunista”, añadía, “es alguien que lee a Marx y a Lenin. Un anticomunista es alguien que entiende a Marx y a Lenin”. Muchos años después, durante la campaña del 2008, el propio Obama intentaría explicar, algo confusamente, el duradero legado de Reagan en Estados Unidos. “Creo que él simplemente apeló a lo que la gente ya estaba sintiendo, y es que la gente quería claridad, optimismo, un regreso a ese espíritu dinámico y emprendedor que se había perdido”. Con justicia, a Obama le llovieron las críticas por, aparentemente, omitir las graves faltas de Reagan, en su esfuerzo por atraer la atención de los votantes moderados del centro o la derecha menos reaccionaria. Pero Obama, que también fue elevado al poder por la esperanza popular, siempre frustrada pero nunca completamente extinguida, del cambio, de la reforma democrática, de un futuro de prosperidad y justicia absolutas, está en mejor posición que cualquiera de sus críticos para entender por qué Reagan fue llamado el Gran Comunicador, para apreciar no solo su natural, cómodo histrionismo, su formidable sentido del humor, y su gracia y bonhomía, sino también, crucialmente, su habilidad para reconocer y orientar un momento histórico, una oportunidad política, y la voluntad, ambición y entusiasmo de hombres y mujeres comunes.
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El atentado contra Reagan en el Washington Hilton Hotel, Washington D.C., 30 de marzo de 1981. |
Que los norteamericanos hayan elegido a Reagan como el mejor de sus presidentes carece de verdadera importancia, solo revela qué injusta, qué falible en sus juicios, es lo que llaman posteridad, y qué vulnerable es la imaginación popular al sostenido asalto de la propaganda política. De cualquier manera, los resultados de la encuesta de Gallup son notablemente menos graves que el hecho, ese sí escandaloso, de que Reagan, heraldo del oscurantismo neoliberal, haya sido elegido presidente. Dos veces, como George W. Bush. La celebración de su centenario, el 6 de febrero, fue ocasión para que algunos de los posibles candidatos republicanos a la presidencia en 2012 pronunciaran panegíricos, intentaran arroparse en el legado de Reagan, presentarse como los herederos naturales de la más radical filosofía del mercado y el gobierno limitado. Ninguno de ellos luce, por el momento, tan formidable como Reagan, y cuesta imaginar que esos pequeños personajes, Romney, Gingrich, Huckabee, vayan algún día a figurar en una lista con Washington y Roosevelt, por deficientes que sean las evaluaciones de la posteridad y erráticos el juicio y la memoria de los ciudadanos. El alboroto republicano ha sido, por suerte, ampliamente apagado por el rugir de las revoluciones populares en el norte de África, una coincidencia muy curiosa. Reagan, como ha sido recordado en estos días, ordenó un ataque aéreo contra Libia en la primavera de 1986, como represalia por la supuesta implicación del coronel Gadafi en el ataque terrorista contra un club de Berlín Occidental, en el que murieron tres norteamericanos. Aquel bombardeo, que causó 60 muertos, entre ellos una hija de Gadafi, otorgó al siniestro dictador libio un raro momento de gloria y prestigio, le permitió presentarse como el héroe y campeón de un país del Tercer Mundo agredido injustificadamente por un poder imperialista. No en balde Gadafi escogió las ruinas de su antigua residencia, destruida por los norteamericanos, para pronunciar hace dos días un discurso, amenazando a su propio pueblo, que sería memorable por desquiciado, por incoherente y necio, si no lo fuera por infame. La revolución libia está a punto de lograr una victoria que parecía, hace unas semanas, aún más improbable que la de los egipcios sobre su propio tirano local. Gadafi, que ha gobernado más tiempo que ningún otro dictador todavía en el poder, parece derrotado, ahogado en su propia, criminal soberbia, cercado en Trípoli por los rebeldes, defendido, ignominiosamente, solo por mercenarios y un puñado de leales. Al menos con él, su pueblo, antes de que la posteridad intervenga con sus triquiñuelas, hará justicia.
"No hay otros paraísos que los paraísos perdidos", Jorge Luis Borges.
ResponderEliminarDuvalier regresó a Haití. Tal vez Mubarak y Gadafi harán lo mismo en el futuro.
El regreso de Baby Doc a Haití es uno de los sucesos más absurdos, e infames, de los últimos tiempos. Pero dudo que Gadafi, si escapa de esta, pueda volver. Aún así, en el futuro habrá todavía gadafistas en Libia, como hay estalinistas en Rusia, y neonazis en Alemania, y falangistas en España. Einstein dijo que había dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana. "Y no estoy tan seguro sobre el universo", aclaró.
ResponderEliminarProfe, una gran alegria poder tenerlo entre nosotros aunque sea por esta via. disfruto sus escritos tanto como sus clases en la añeja casona de G y 23.
ResponderEliminarrecuerdo, aun era niño, la tirantez de los 80 con las bravuconadas de Reagan, de las que no distaban mucho las nuestras cuando haciamos la guerra en varios puntos de africa, aunque no tenga nada que ver con el tema.
a mi modo de ver, el punto de "El mejor presidente" es que usted refresca la memoria de todo aquel que lo lea. resulta a veces dificil de creer como la gente olvida, e incluso extraña tiempos que quizas solo conocen por las añoranzas de los mayores por "tiempos mejores".
de cualquier manera, como usted señala, me parece algo completamente intrascendente a quien los norteamericanos reconozcan como su mejor presidente. por suerte en africa estan sucediendo cosas tan interesentes, que las trompetas republicanas han enronquecido, para bien creo....
¡Gracias! No dejaste tu nombre... Estas encuestas no son demasiado importantes en sí mismas (es absurdo comparar a un presidente como Lincoln, colocado en una situación extraordinaria, con el presidente de una época de paz y prosperidad como Clinton) pero indican en qué momento se halla, ideológica, políticamente, un país. A veces, sin embargo, arrojan resultados sorprendentes. En 2002, una encuesta de la BBC sobre los más grandes personajes británicos de la historia, dio el primer lugar, predeciblemente, a Churchill, el hombre que lideró la batalla contra Hitler. Pero el segundo lugar fue para el ingeniero Isambard Kingdom Brunel, que no ganó ninguna guerra ni fue nunca primer ministro, pero construyó ferrocarriles, puentes, túneles y barcos. Increíblemente, la princesa Diana fue tercera, por encima de Darwin, Shakespeare, Newton y la Reina Isabel I. ¡Ah, la posteridad, qué mujerzuela!.
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