La procesión avanza penosamente por la arena de treinta siglos, por la feroz línea solar de la muerte, por los pliegues delicadísimos del papiro. Escuchamos su canto:
Oh, ustedes que llevan las almas a la casa de Osiris
Lleven mi alma con ustedes a la casa de Osiris,
De modo que ella oiga como ustedes oyen,
Vea como ustedes ven,
Se pare como ustedes se paran,
Se siente como ustedes se sientan.
Oh, ustedes que dan pan y cerveza a las almas en la casa de Osiris,
Den pan a mi alma en cada ocasión.
Oh, ustedes que abren las vías y despejan los caminos a las almas en la casa de Osiris,
Abran las vías y despejen los caminos para mi alma,
De modo que ella pueda irse con furia, y emerger en paz en la casa de Osiris,
Sin ser bloqueada, sin ser rechazada.
Que entre honrada, y emerja amada, su voz verdadera,
Su suerte decidida en la casa de Osiris.
La multitud examina meticulosamente los papiros, los chiquillos pegan las narices al cristal, un profesor se ajusta las gafas, dos mujeres discuten el significado de las imágenes y de las columnas de apretados jeroglíficos. Suena la alarma de incendios, cinco segundos, diez segundos, dos guardias pasan corriendo, la multitud se agita, mira hacia las salidas de emergencia. La alarma cesa, y la multitud vuelve a concentrarse en las vitrinas, sigue reptando perezosamente por las salas del Museo Británico. La hilera avanza con una parsimonia exasperante, a veces hay que esperar cinco minutos a que un grupo de espectadores, obnubilados ante una pequeña urna, o un trozo de papiro, decida seguir adelante, haciendo espacio para los que vienen detrás. Pasó lo mismo en la exposición de Gauguin en Tate Britain, que cerró en enero: en las últimas noches, había tanta gente, que había que abrirse camino con los codos entre la multitud para poder ver los cuadros del extravagante francés, sus autorretratos, sus paisajes de Bretaña, sus célebres “Visión tras el Sermón” y “El Cristo Amarillo”, y por supuesto, sus cristalinas, edénicas escenas de Tahití. Los espectadores se quedaban embelesados mirando las muchachas insolentes de “Aha oe feii?”, o a la joven desnuda de “Manao tupapau”, dormida en la noche ligera y fatal del trópico, acechada por un espíritu quizás maligno, quizás benévolo y protector. Tenía uno que ser grosero, adelantarse bruscamente a otros espectadores, o bien pararse de puntillas para mirar por encima de muchas enmarañadas cabezas. “Por momentos se hacía imposible ver algunos de los cuadros”, dijo a The Guardian una espectadora. “Tate debería limitar el número de visitantes”, dijo otro. “A lo mejor yo no logro entrar, pero será una experiencia más satisfactoria para aquellos que sean admitidos”. En la exposición del Museo Británico dedicada al Libro de los Muertos del Egipto antiguo, que cerrará a principios de marzo, los espectadores están quizás un poco menos apretados, el público se despliega por un área comparativamente mayor que la que Tate dedicó a Gauguin. El Museo Británico ha dedicado el espacio de la antigua biblioteca a sus magníficas exposiciones temporales, que cada vez son más prolijas y ambiciosas. Bajo la cúpula del salón donde una vez estudió Karl Marx, ahora se aglomeran cada día, cada minuto, miles de espectadores, atentos alumnos de un curso sumarísimo de historia antigua, que probablemente aún desaprobarían cualquier examen elemental (¡esas fechas incomprensibles, 1275 AC, 1400 AC, esos nombres impronunciables, Nesitabinesheru, Ankhwahibra!) que les tomaran en la puerta de salida.
La del Libro de los Muertos ha abierto una nueva serie, que sigue al fascinante ciclo dedicado a cuatro grandes líderes del pasado, el primer Emperador de China, el emperador Adriano, el triste héroe romano de Marguerite Yourcenar, el Shah Abbas de Irán, y el trágico Moctezuma. Para cada una de esas exhibiciones, dedicadas a hurgar en el esplendor de un momento culminante del pasado, la creación de China, la gloria de Roma, la exquisita cultura de la dinastía Safávida de Irán, y los últimos días de Tenochtitlán antes de la llegada de Hernán Cortés, el Museo Británico trajo a Russell Square piezas magníficas, rara vez vistas fuera de sus países de origen, una selección de los guerreros de terracota de Xian, estatuas de mármol de Villa Adriana, dibujos, joyas, tapices y coranes de los remotos museos de Teherán, Isfahán y Qom, máscaras, armas y esculturas del Valle de México. La presente exposición está mayoritariamente compuesta por piezas de la colección egipcia del propio Museo Británico, que es menor solo que de la del Museo Egipcio de El Cairo. La piece de resistance de la colección británica es la Piedra Rosetta, exhibida permanentemente casi a la entrada del museo, la estela de granito que permitió al francés Champollión a inicios del siglo XIX descifrar el lenguaje de los jeroglíficos, y que los egipcios llevan años reclamando junto a otras reliquias conservadas en galerías europeas, como el busto de Nefertiti en el Neues Museum de Berlín. Es improbable que el Museo Británico alguna vez devuelva a Egipto la Piedra Rosetta, a juzgar por la tenacidad con que han rehusado atender un reclamo si cabe aún más legítimo, el de los griegos, que quieren de vuelta los frisos del Partenón. Los británicos, que alegan que la piedra es parte de lo que llaman, oportunistamente, “la cultura mundial”, y no solo, en sentido estricto, de la egipcia, valoran con exactitud su importancia en la aún muy incompleta obra de la egiptología. Sin la Piedra Rosetta, que contiene las versiones en griego antiguo, en egipcio demótico y en antiguos jeroglíficos de un decreto emitido en Menfis doscientos años antes del nacimiento de Jesús en Nazaret, los científicos y exploradores no hubieran podido leer los edictos reales, los grandes textos religiosos, las inscripciones de los sarcófagos, las historias contadas en las paredes de los sepulcros, en las mastabas, en las columnas de Karnak. No hubiera sido posible, por supuesto, desentrañar la larga serie de hechizos e himnos, alrededor de doscientos, que componen el Libro de los Muertos, una minuciosa guía de viaje, un detallado manual de instrucciones para atravesar el mundo subterráneo que se abría a las almas y a los cuerpos después de la muerte, una hoja de ruta para llegar finalmente a la casa de Osiris. Allí, a los pies del trono de Osiris, un último juicio sobre el carácter y las obras del muerto tenía lugar, tras el cual los pecadores eran devorados por Amemet, un monstruo con fauces de cocodrilo, torso de león, y ancas de hipopótamo, y los virtuosos eran admitidos en la barca de Ra, el dios sol, con el cual atravesarían cada día el cielo, y cada noche, como él dios mismo, morirían otra vez.
Papiro de Ani |
El Libro de los Muertos existe como libro, en el sentido moderno, solo como capricho de los estudiosos de Egipto, que han catalogado y puesto número fijo a los himnos y hechizos de muchos papiros funerales distintos, de los cuales se muestran en el Museo Británico algunos brillantes ejemplos, el de Nu, un funcionario de la XVIII dinastía, alrededor de 1400 AC, el del escriba tebano Ani, quien vivió y murió alrededor de 1275 AC, en la XIX dinastía, y el de otro escriba de la misma época, Hunefer. Al final de la exhibición, el museo despliega, a todo lo largo de sus 37 metros, el papiro de Nesitanebisheru, una princesa de la XXI dinastía, alrededor de 930 AC, el más largo de todos ejemplos conocidos del Libro de los Muertos, nunca antes exhibido completamente. El título de Libro de los Muertos es una idea del egiptólogo alemán Karl Richard Lepsius, que en 1842 enumeró los capítulos del papiro de Iufankh, 165, el más largo de los que llegó a ver. Desde entonces, otros estudiosos han añadido al libro nuevos hechizos, encantamientos, instrucciones e himnos, aunque, en realidad, los escribas del Nuevo Reino, entre los siglos XVI y XI AC, cuando estos textos funerarios fueron más sofisticados y populares, hicieran apenas una selección de ellos, más o menos generosa, o de acuerdo con las indicaciones recibidas, para cada uno de sus clientes. Antes de ser escritos en papiros, los primeros textos funerarios y religiosos de Egipto aparecieron en las paredes de las tumbas reales, en las grandes pirámides junto al Nilo construidas para los faraones del Viejo Reino, de donde saltaron a los sudarios y sarcófagos de los muertos del Reino Medio, antes de ser detalladamente copiados e ilustrados por los escribas y artistas de las dinastías XVIII, XIX y XX, las más gloriosas de Egipto, las de los faraones más célebres, cuya fama ha llegado a nosotros, el hereje Akenatón, que intentó cambiar el sistema religioso egipcio al monoteísmo, la reina Hasheptsut, cuyo gran templo y sepulcro en Deir el-Bahari es uno de los más imponentes de la antigüedad, Tutmosis III, que reinó por cincuenta y cuatro años y expandió el imperio más que ningún otro rey, y el gran Ramsés II, cuyas estatuas todavía custodian las puertas y caminos del desierto y del Nilo. Los escribas Ani y Hunefer murieron solo algunos años después del rey niño Tutankamón, aquel del que se ha dicho que sus ojos eran “creados de crepúsculos y del color del río crecido por el mes septiembre”. Las instrucciones del Libro de los Muertos eran una parte principal de los preparativos para la muerte, un componente esencial del complejo rito funerario egipcio, que incluía la momificación del cuerpo, la preservación de los órganos vitales en los vasos canópicos, encargados a la protección de los cuatro hijos de Horus, el dios halcón, y la colocación en la tumba de toda suerte de ofrendas y objetos presuntamente necesarios en el más allá, cuchillos, peines, lámparas, instrumentos de trabajo, jarras de cerveza y agua, comida, perfumes, aceite, incienso, juegos, amuletos. En la tumba también eran colocados, muy curiosamente, los ushebtis, pequeñas figuras de piedra o madera, o, los más lujosos, de lapislázuli, que en el Viejo Reino representaban al difunto mismo, y luego se convirtieron en una suerte de sirvientes, que ejecutarían el trabajo del muerto en el Reino de Osiris, que labrarían la tierra, empujarían las barcas y darían de comer a los animales en el fabuloso Campo de las Cañas o de los Juncos, una región paradisíaca que en la imaginación de los antiguos tenía el color, la luz y la divina serenidad del propio Egipto. En la exposición del Museo Británico hay ejemplos de esos misteriosos ushebtis, algunos dotados con pequeñísimos instrumentos agrícolas, azadas, cestas de recolección. En una vitrina se exhiben los ushebtis de madera de Henutmehyt, una sacerdotisa de Tebas que murió alrededor de 1200 AC. Sobre ellos fue copiado el hechizo número seis del Libro de los Muertos, que les daba vida y les ordenaba trabajar:
Para cultivar el pantano, para regar los campos en las riberas del río,
Para cargar arena hacia el oeste o el este,
“Yo lo hago -mírenme, estoy aquí”, debes decir.
El Libro de los Muertos, copiado en el sarcófago, o en un papiro colocado dentro de una estatuilla, permitiría al difunto atravesar el mundo subterráneo, identificar a los dioses y otras terroríficas criaturas que encontraría a su paso, atravesar, en camino hacia la casa de Osiris, puertas, cavernas y montículos llenos de trampas. Hay toda suerte de hechizos y sortilegios en los papiros, muchos magníficamente ilustrados por formidables, anónimos dibujantes. Hay un hechizo para abrir la boca del difunto, por donde saldría a volar, libremente, su alma, el ba, un pájaro con cabeza humana que viviría eternamente, acompañando a Ra en su barca. Hay otro hechizo para devolverle al difunto su corazón, sede del alma y de la mente, en el mundo subterráneo: “Mi corazón es mío en la casa del corazón (…) mi corazón es mío, y está contento conmigo”. Otros sortilegios permitirían al difunto vencer a cocodrilos y serpientes, o adoptar su forma, o la de un halcón, o una flor de loto, si fuera conveniente. Otros le servirían para respirar o comer y beber en el más allá. Finalmente, al llegar a la casa de Osiris, el difunto haría su “confesión negativa” ante los 42 asesores del dios, recitaría una letanía exculpándose de todos los pecados:
Oh tú, el del paso largo, que viene de Iunu, yo no he hecho mal.
Oh tú, el que abraza el fuego, que viene de Kheraha, yo no he robado.
Oh, dios con pico, que viene de Khemenu, yo no he sido avaricioso.
Oh tú, el que traga las sombras, que vienes de las cavernas, yo no he robado.
Oh tú, el de la cara de llamas, que viene de Rosetjau, yo no he matado a nadie.
Oh, Doble León, que vienes del cielo, yo no he tomado nada de las ofrendas.
Oh tú, el de los ojos fieros, que vienes de Khem, yo no he sido corrupto.
Oh tú, llameante, que vienes de Khetkhet, yo no he robado las ofrendas del dios.
Oh tú, rompedor de huesos, que vienes de Henennesut, yo no he dicho mentiras.
![]() |
Papiro de Hunefer |
Osiris, el dios de los muertos, él mismo asesinado y descuartizado por su hermano Set, y devuelto a la vida por su hermana y esposa Isis, preside sobre el juicio del difunto. Anubis, el dios con cabeza de chacal, conducía al muerto a la Sala de las Dos Verdades, donde su corazón, representado en los papiros con un escarabajo, era pesado en una balanza con Maat, el principio de la verdad, la virtud, el orden, la ley y la justicia, simbolizado por una pluma. Solo los corazones tan ligeros como la pluma de Maat eran absueltos. En el bellísimo papiro de Hunefer, cuyos colores apenas se han apagado después de tres mil años, Anubis hace la comprobación, mientras Tot, el dios de la sabiduría y la escritura, con cabeza de ibis, toma nota del resultado, y el monstruo Amemet aguarda, hambriento. Después, Horus presenta el muerto, plenamente vindicado, a Osiris y a las diosas Isis y Neftis. En algunos papiros, aparece la figura del difunto elevando los brazos en júbilo, celebrando la conclusión del juicio, y el comienzo de una feliz, apacible eternidad.
La exposición dedicada al Libro de los Muertos en el Museo Británico ha coincidido, azarosamente, con la revuelta que derrocó a Hosni Mubarak, que llegó hasta las salas del Museo Egipcio, en El Cairo. En medio de la trifulca, unos vándalos lograron colarse en el edificio y se robaron unos dieciocho objetos, de inestimable valor. Afortunadamente, el ministro de antigüedades, Zahi Hawass, ha reportado que una de esas piezas, la estatua de Akenatón, ha sido encontrada entre la basura de Midan Tahrir, sede de las protestas de semanas anteriores, y de una batalla crucial entre los rebeldes y los defensores del antiguo régimen. La estatua, al parecer, fue encontrada por un adolescente, sobrino de un profesor de la Universidad de El Cairo, quien llamó diligentemente a la policía y los arqueólogos. El gobierno egipcio, ahora bajo tutela militar, ha anunciado que todos los sitios arqueológicos y turísticos, cerrados precavidamente durante la revuelta, abrirán de nuevo al público este domingo. Pero el Foreign Office, de momento, persiste en su recomendación de no viajar a Egipto, salvo por razones esenciales. Para la economía egipcia, es un desastre, aunque al país, todavía de fiesta por el aparente triunfo de su revolución, estas minucias no le importen, todavía, demasiado. El Museo Británico, por su parte, sigue lleno de bote en bote, miles de espectadores, pisándose unos a otros los talones, observan los frágiles papiros de Nu, de Nebseny, de Kerasher, en la oscura quietud dominical. No quedan tickets para este fin de semana.
Esa oracion final me saco del embeleso como aquellas tizas contra el pizarron...
ResponderEliminarY todo esto ocurría en una de las llamadas, por Lezama, eras imaginarias, cuando la religión atravesaba cada instante de la vida.
ResponderEliminarAhora, en 2011, vivimos una época de extraños rituales. Los viejos faraones prefieren ametrallar a sus pueblos a encontrarse dulcemente con Osiris. Temen al juicio y a ser comidos por Amemet.
El verdadero secreto de la vida,emerge dentro de nosotros...
ResponderEliminarEl verdadero secreto de la vida,emerge dentro de nosotros...
ResponderEliminar