Un tribunal de La Habana ha condenado a la ex directora de una empresa de comercio de alimentos llamada con tropical exuberancia Río Zaza a pasar cinco años en la cárcel. Los crímenes de la antigua funcionaria, Ofelia Liptak, no deben ser tan graves, puesto que su sentencia ha sido relativamente benévola si se la compara con la impuesta hace algunas semanas al ex ministro de la Industria Alimenticia, Alejandro Roca, condenado a 15 años de cárcel por los delitos de “cohecho continuado” y “actos en perjuicio de la actividad económica o la contratación”, según reportó, con vaticana discreción, sin entrar en ominosos detalles, el diario Granma.
Lo que la ex compañera Liptak hizo mal en Río Zaza, y cuántos millones de pesos o dólares se perdieron en ese desastre, tampoco ha sido explicado con suficiente claridad por la prensa de la isla, seguramente para no darles adicional satisfacción a los enemigos del gobierno de Raúl Castro, y, sobre todo, para no reforzar entre los cubanos la impresión, justificadísima, a juzgar por la sucesión de casos recientes de corrupción, de que una banda de ladrones se ha adueñado de los bienes y negocios del Estado. Granma solo refiere que Liptak y otros diez funcionarios condenados en la misma causa, incluyendo al ex viceministro de la Industria Alimenticia, Celio Hernández, “desviaron o permitieron el desvío de materias primas del destino previsto, falsearon información, adulteraron documentos y realizaron otras actividades fraudulentas, con abuso de las atribuciones y contenidos propios de los cargos que desempeñaban, para beneficiar los intereses lucrativos de individuos inescrupulosos en detrimento de los intereses del pueblo y la economía del país”. Esos misteriosos individuos a los que alude la nota de Granma son los empresarios chilenos Max y Marcel Marambio, condenados por tribunales cubanos in absentia a veinte y quince años de cárcel respectivamente, en causas judiciales separadas pero obviamente relacionadas. Max Marambio fue juzgado junto con el ex ministro Roca, y encontrado culpable de “cohecho, estafa y falsificación de documentos bancarios o de comercio”, mientras su hermano, ex presidente de la empresa turística cubana Sol y Son los Viajes S.A., en opinión de los jueces, “se aprovechó de su condición para defraudar a la parte cubana en beneficio propio, falseando y ocultando información y sobornando a directivos y funcionarios cubanos implicados para que le secundaran en sus turbios manejos”. Junto con Marcel Marambio fueron condenados quince antiguos funcionarios de Sol y Son y de Cubana de Aviación, la achacosa aerolínea nacional. La ausencia más notable en esta larga lista de funcionarios juzgados por corrupción es la del general Rogelio Acevedo, ex presidente del Instituto de Aeronáutica Civil de Cuba, y esposo de la señora Liptak. Su nombre no ha aparecido en Granma desde el 9 de marzo del año pasado, cuando el diario del Partido Comunista anunció que el general Acevedo había sido “liberado” del cargo que había ocupado por 21 años, una enormidad, el mismo tiempo que un avión de Cubana necesita para darle la vuelta al mundo. Es de presumir que el general Acevedo, si en verdad es culpable de algo, y fue cómplice de su esposa y de los hermanos Marambio, será tratado con más delicadeza que los empresarios chilenos y sus amigos de Río Zaza y Sol y Son, en atención a su rango militar, a su larga carrera política y a su profundo, minucioso conocimiento de los mecanismos del poder en Cuba. Acevedo, que se unió a la guerrilla de Ernesto Guevara en la Sierra Maestra cuando solo tenía 16 años, escaló la jerarquía militar cubana hasta convertirse en el primer jefe de la misión militar de la isla en Angola en 1975. Si es llevado a los tribunales, su juicio sería el más importante que se hubiera celebrado en Cuba desde el del general Arnaldo Ochoa, otro héroe de la Sierra Maestra y de Angola que en 1989 fue encontrado culpable de traición y corrupción, y ejecutado. Pero quizás el silencio en torno a Acevedo, y la aparentemente benigna sentencia impuesta a su mujer, indiquen que el general no será juzgado, después de todo, y que Raúl Castro, astutamente, prefiere cerrar ya el expediente del caso Río Zaza a enfrentarse con un alto oficial militar que, si no imita el descabellado mutismo del general Ochoa, que marchó al paredón de fusilamiento con los labios sellados, podría contarle al tribunal y a quien quiera oírlo más de un secreto de Estado. Es lo último que necesitaría Raúl en este momento crítico, otro caso Ochoa.
Para él sería fatal que este escándalo de corrupción se extendiera al estamento militar, al que ha recurrido para mantener la calma en el país y poner orden en la administración civil, que su hermano mayor dejó desarbolada y desmoralizada tras la catastrófica aventura que fue la llamada Batalla de Ideas, un quinquenio de gritería e improvisación que puso al país no al borde del comunismo sino de la bancarrota. Raúl ha cubierto las posiciones fundamentales del Estado con militares, con la ilusión de que sus generales y coroneles impongan en los ministerios a su cargo la disciplina, honestidad y marcial eficiencia que estos parecen haber perdido por completo. En la Asamblea Nacional, en diciembre pasado, Raúl demandó a los diputados cubanos que imitaran los tres principios éticos fundamentales de los incas, no mentir, no robar y no ser holgazán. “Están bien esos tres principios, ¿eh? Vamos a tratar de tenerlos presentes”, dijo. “Hay que luchar para desterrar definitivamente la mentira y el engaño de la conducta de los cuadros, de cualquier nivel". Cincuenta años después de que el Che anunciara el surgimiento de un hombre nuevo en Cuba, Raúl Castro, tácitamente, admitía que los viejos vicios, la mentira, la hipocresía, la avaricia, seguían tan vivos como el primer día de la revolución. La corrupción y la incompetencia administrativas son ya tan evidentes que hasta Fidel parece haberlas notado, algo extraordinario. Unos meses antes de dejar el poder, Fidel, un tanto melancólicamente, le explicó al periodista Ignacio Ramonet que la revolución podría “autodestruirse” si no corregía lo que llamó “errores”. “Los yanquis no pueden destruir este proceso”, dijo el Comandante, “porque tenemos todo un pueblo que ha aprendido a manejar las armas; todo un pueblo que a pesar de nuestros errores, posee tal nivel de cultura, conocimiento y conciencia que jamás permitiría que vuela a ser una colonia de ellos. Pero este país puede destruirse por sí mismo. Esta Revolución puede destruirse. Nosotros sí, podemos destruirla y sería culpa nuestra. Si no somos capaces de corregir nuestros errores. Si no conseguimos poner fin a muchos vicios: mucho robo, muchos desvíos, y muchas fuentes de suministro de dinero de los nuevos ricos”. Unos meses antes de que se publicara esa entrevista, Fidel había despachado un ejército de jovencísimos trabajadores sociales a las gasolineras de La Habana para que reemplazaran a los empleados habituales, sospechosos de vender combustible del Estado en el mercado negro. El Comandante se proponía comparar las ventas de combustible realizadas por personal supuestamente confiable, los trabajadores sociales, con las hechas por los presuntos ladrones. La operación sirvió para que Fidel comprobara algo que todo el mundo menos él sabía, y que no necesitaba en realidad comprobación alguna: los trabajadores sociales recaudaron el doble que los empleados habituales, una indicación de que quizás la mitad del combustible de las gasolineras era regularmente robado y revendido. “¡Claro que robamos, chico!, le dijo a la BBC un tal Adrián, empleado de una gasolinera. “¿O es que él se piensa que yo puedo mantener a mi mujer y a los dos chamas con los diez dólares mensuales que me paga?” “Lo que nos pagan no es suficiente para vivir, y tengo que inventar”, añadió un empleado de una cafetería.
Fidel se cayó de la mata: robar al Estado, tomar de él lo que se pueda, traficar con sus bienes, un litro de gasolina, diez libras de harina, un saco de cemento, una bolsa de leche en polvo, ha sido por muchos años la forma principal de subsistencia de muchos cubanos, que se hubieran muerto de hambre si se hubieran limitado, decentemente, a comprar solo lo que su salario oficial, y la libreta de abastecimiento, les permitían. La economía doméstica y la conducta social de los cubanos se criminalizó aceleradamente durante el Período Especial, robar al Estado, comprar en el mercado negro algo que otra persona robó, o reclamar un pago adicional por acelerar o hacer mejor cualquier servicio, una consulta médica, un intrincado trámite burocrático, la instalación de una línea telefónica, se transformó en un simple acto de necesidad, justificado por la urgencia de sobrevivir en extraordinarias circunstancias, dejó de ser un delito en la conciencia popular, ya que no, por supuesto en los libros de la ley. Pero los funcionarios implicados en los casos de las empresas Río Zaza y Sol y Son no parecen estar entre los cubanos que roban al Estado, o lo estafan, por pura necesidad, sino entre los que lo hacen por avaricia, por irreprimible ambición, para congraciarse con un rapaz socio extranjero, o porque sí, porque sería necio, creen, tener la oportunidad de echarse en el bolsillo diez mil dólares, o cien mil, y no hacerlo. Contra los simples trabajadores que roban combustible o alimentos, Fidel lanzó en sus últimos meses en el poder una cruzada que incluía medidas tan extravagantes como colocar un GPS en cada camión o tractor estatal circulando en Cuba, para vigilar sus movimientos y evitar que se desviaran de su ruta. Raúl, siempre más práctico, ha encontrado un procedimiento mejor para proteger los bienes del Estado, reducir el número de los que tienen acceso a ellos. La drástica contracción del empleo público privará a miles de trabajadores del ingreso adicional que obtienen traficando bienes mal habidos. El todavía pequeño sector privado tendrá la necesidad de reeducar en los próximos años a esos ex empleados estatales acostumbrados a trabajar poco, o a desgana, o mal, y a llevarse en una bolsa cualquier cosa a la que le puedan echar mano. Contra los más dañinos criminales, altos funcionarios del gobierno y las empresas, pillos como los de Río Zaza, Raúl ha lanzado la Contraloría General de la República, una institución relativamente nueva que dirige una favorita del general-presidente, Gladys Bejerano, la única mujer entre los vicepresidentes del Consejo de Estado. “Se eleva a niveles superiores la exigencia frente a las manifestaciones de negligencia, indolencia y otras conductas incompatibles con el desempeño de cargos públicos”, dijo Raúl a la Asamblea Nacional. Pero es una batalla perdida, aunque la conclusión del caso de Río Zaza produzca la impresión contraria, de que la corrupción está siendo ejemplarmente extirpada de las instituciones cubanas.
Raúl podrá enviar a la cárcel a más ministros y viceministros, y si se anima, y encuentra las pruebas, también al propio general Acevedo. Pero no podrá, aunque les ponga un GPS a todos los trabajadores cubanos, impedir que toda esa pobre gente siga robando, por necesidad, por hábito, o para vengarse de sus jefes, del gobierno que les paga tan mal, o de su propia mala suerte. Tampoco podrá impedir que, desafiando a la tenaz Bejerano, y a un cancerbero aún más celoso, el Ministro del Interior, general Colomé, los funcionarios de ringorrango sigan enredándose en negocios de dudosa legalidad con pícaros empresarios extranjeros. Si hubiera un adecuado control parlamentario sobre el gobierno y sus empresas, y sobre las cuentas del Estado, si se le permitiera a la prensa cubana investigar y criticar abiertamente la conducta de los funcionarios públicos, si los ciudadanos tuvieran garantías de que sus denuncias serán atendidas y procesadas, y de que no correrán por ellas riesgos inútiles, y si, finalmente, corriera el propio gobierno el riesgo de ser removido por el pueblo en elecciones convincentemente democráticas, quizás habría una posibilidad de limitar, ya que no de cancelar por entero, las formas más graves y destructivas de corrupción administrativa. Lo que se ha perdido en Cuba, sin embargo, no es solo la confianza de los ciudadanos en la honestidad y decencia de los altos funcionarios del Estado, que podría recuperarse, al menos temporalmente, como se recupera en otros países, con elecciones, cambiando al gobierno. Se ha perdido algo más valioso y, proporcionalmente, frágil, el ethos revolucionario, el espíritu de transparente, trascendente frugalidad y modestia que Ernesto Guevara creyó encontrar en el hombre nuevo cubano y que ahora, tantos años después, parece haber sido solo una pasajera ilusión. “No se trata de cuántos kilogramos de carne se come, o de cuántas veces por año se pueda ir alguien a pasearse en la playa, ni de cuántas bellezas que vienen del exterior puedan comprarse con los salarios actuales”, escribió el Che en El Socialismo y el Hombre en Cuba. “Se trata, precisamente, de que el individuo se sienta más pleno, con mucha más riqueza interior y con mucha más responsabilidad. El individuo de nuestro país sabe que la época gloriosa que le toca vivir es de sacrificio; conoce el sacrificio”. Por la misma época, José Lezama Lima notaba que “entre las mejores cosas de la Revolución cubana, reaccionando contra la era de la locura que fue la etapa de la disipación, de la falsa riqueza, está el haber traído de nuevo el espíritu de la pobreza irradiante, del pobre sobreabundante por los dones del espíritu”. Lezama, mejor que nadie, más claramente, explicaba: “Sentirse más pobre es penetrar en lo desconocido, donde la certeza consejera se extinguió, donde el hallazgo de una luz o de una vacilante intuición se paga con la muerte o la desolación primera. Ser más pobre es estar más rodead por el milagro, es precisar el animismo de cada forma; es la espera, hasta que se hace creadora, de la distancia entre las cosas”. La pobreza, en aquella época, no solo era la forma de la Revolución, era su contenido, su religión. “A las fiestas íbamos con botas, cantando una canción de Lennon”, recuerda Carlos Varela. “No tuve Santicló, ni árbol de Navidad, pero nada me hizo extraño, y así pude vivir, teniendo que inventar los juguetes una vez al año”. Cuando el joven Silvio Rodríguez llegó a la Televisión Cubana en 1967 para presentar el programa "Mientras Tanto", los productores se horrorizaron por su aspecto. “En esa época”, ha contado, “en la televisión le ofrecían a los artistas una tarjeta para comprarse ropa en una tienda especial (…) Yo, quijote y guevarista hasta la médula, rechacé la tarjeta con gesto épico y continué usando mis botas rusas, sin saber que casi 30 años después serían el último grito de la moda”. En Bolivia, ese mismo año, el Che había sido ejecutado por el ejército boliviano, descalzo, cubierto de harapos. “Parecía una basura”, dijo el agente de la CIA Félix Rodríguez, que supervisó la ejecución.
En las décadas siguientes, la pobreza cubana dejaría de ser lezamianamente irradiante, se volvería vergonzante, exasperante, una plaga. Comenzó a ser percibida como injusta, inútil, estúpida, infinita, no una ideología, sino una maldición, no la piedra fundacional de una nueva moralidad, de una relación más honda y espiritual con el mundo, sino el resultado abrumador de un fracaso, de nuestra inhabilidad para producir riqueza y conservarla. Peor, fue revelada, descaradamente, como desigual, mal compartida, distribuida sin aceptable proporcionalidad. Primero los altos funcionarios cubanos, los dirigentes, y luego una pequeña clase de nuevos ricos, beneficiados por los cambios económicos del Período Especial, se desembarazaron de su cuota de la pobreza nacional, la pasaron al resto de nosotros, que quisiéramos hacer lo mismo, escapar como ellos de esa calamidad por las vías que sean. La extensa corrupción que Fidel y Raúl Castro han detectado entre sus ministros y entre el resto de los cubanos, no es más que el efecto más irritante y peligroso de un mal mayor, la disipación, al cabo, de toda ilusión sobre el surgimiento entre nosotros de un hombre nuevo, mejor, de más resistente honradez, más noble y generoso. No es la corrupción, como todavía parecen creer Fidel y Raúl, lo que va a terminar con la Revolución. Más bien es su extensión, su impudicia, su chocante frecuencia, su normalidad, su altura jerárquica, un signo inconfundible de que la revolución, cualquier resto que aún quedara de ella, se terminó. Habrá más casos como el de Río Zaza, peores.
excelente texto
ResponderEliminarJuan sin Nada, de casualidad descubro su blog. Excelente trabajo el de "Un hombre un parque", que enlazo ya mi página y me atrevo lo mismo a recomendarlo. Gracias.
ResponderEliminarExcelente análisis.
ResponderEliminarClaro que habrá muchos mas casos como el de Río Zaza.
Muy bien plantedao lo de Acevedo. Creo que ese general sabe mas de cuatro cosas. Quien sabe qué documentos tenga guardado en algun banco extranjero.
Saludos
Esperanza