Y me dijo: “La angustia de las gentes
que están aquí en el rostro me ha pintado
la lástima que tú piensas que es miedo”.
Inferno, Canto IV, 19-21.
Creyó que la isla lo dejaría ir, que no saldría a perseguirlo rabiosamente, que no lo atraparía ya, en el fondo del cielo. Nadie le había dicho que es imposible irse de la isla, que estamos encerrados en ella para siempre, que no podremos nunca cruzar el cielo o la maldición del mar, que no hay, para nosotros, irremediablemente, otra orilla u otra vida. La isla salió a cazarlo, y lo encontró, muy pronto, sobre una nube, aterrado, sin fuerzas para seguir huyendo, finalmente resignado a su mala suerte.
Ese chama estaba loco pa’ la pinga. Estaba endemoniado, un pájaro maligno vivía dentro de él. Iba de año en año acechando una oportunidad para cambiarse por sí mismo. Había puesto sus manos en el lugar de sus pies, y al revés, pero sin suerte, nada había mejorado. Había comenzado a comer pedazos de hierro y de concreto, pero los digería admirablemente. No tenía salvación, decían los amigos, va a vivir mil años. Lo habían fusilado varias veces, por ningún delito, sin conseguir derribarlo. En las tardes, parecía desolado, como si acabara de nacer, con la desesperación que solo tiene un recién llegado. Lo paraba la policía continuamente, en la esquina de cada mañana con cada grito, le pedían su carné de identidad y su sonrisa. Él se dejaba cachear, no llevaba en su ropa o en su equipaje nada comprometedor, solo un asombro tan gastado que la policía, tras examinarlo con despampanante cuidado, no veía siquiera la necesidad de requisarlo. Cada vez que uno de estos encuentros tenía lugar, desaparecía, dejábamos de verlo, se escondía durante años enteros en el reverso de la ciudad, vagaba sin rumbo por las avenidas vegetales del delirio. Nadie hubiera querido cruzarse con él en esos momentos, podía reaccionar a los insultos más graves con incontrolable mansedumbre. Su rostro estaba en días así iluminado por una cólera solemnemente centrípeta, en su interior se iba produciendo una acumulación casi cenital de perplejidades. Su tristeza lo volvía groseramente hermoso, casi irresistible. Mujeres de escolástica indecencia se le acercaban, mordían sus labios y sus genitales, le arrancaban los ojos y las cuerdas vocales, bebían displicentemente las últimas gotas de su deseo. Él se las templaba con ruda impaciencia detrás de las columnas de la patria, en el lecho de mármol de los héroes nacionales. Clavaba a las putas contra la pared como si estuviera levantando la bandera de un nuevo país, una república hecha de semen y sonambulismo, un reino de caligráficos pigmeos. Al final de cada uno de esos herméticos acoplamientos, moría brevemente, pero el efecto nunca era duradero, despertaba de nuevo dentro del cuerpo de su madre, con toda su vida intacta, nuevecita, a punto de empezar de otra vez en todo su apacible horror. En su propio cuerpo, después de tantas aventuras, empezaron a aparecer letreros en idiomas extranjeros, pintados de noche por vándalos. “L’agnoscia de le genti che son qua giù, nel viso me dipigne quella pietà che tu per tema sentí”, decía uno. “Siento a la muerte y a sus furias suaves tocar el aire y extender las formas”, decía otro, en esmerada cursiva. Nunca había leído a Montaigne, pero de pronto empezó a citarlo, con la impropiedad de alguien que hubiera dedicado años a estudiar literatura. “Es pues”, decía, con doctoral pedantería, “una de las principales ventajas que la virtud proporciona el menosprecio de la muerte, el cual provee nuestra vida de una dulce tranquilidad, y nos suministra un gusto puro y amigable, sin que ninguna otra voluptuosidad sea extinta”. Los amigos empezaron a esquivarlo, tenían miedo de que su repentina sabiduría fuera contagiosa, que los atacara también a ellos aquel virus de elocuencia. En los últimos tiempos estaba casi siempre solo, pero no parecía haber notado la diferencia.
Como la isla no lo dejaba cambiar de cabeza y de piel, como le tenía prohibido estrictamente ser otro que su opuesto, decidió escaparse, nadar o volar hasta el límite de su imaginación, y una vez allí, ver qué pasaba, si podía dar una brazada más, pasar otro círculo de ángeles. Pero las dificultades prácticas eras excesivas, nadie le podía explicar dónde estaban las planillas adecuadas, las oficinas del Estado estaban poco preparadas para semejante eventualidad. Fue de ministerio en ministerio explicando su plan, pero solo recibió evasivas. Un funcionario le dijo que estaban muy ocupados en otros asuntos, completamente entregados a otras encomiendas: "Debemos cultivar y preservar la interrelación incesante con las masas, despojada de todo formalismo, para retroalimentarnos eficazmente de sus preocupaciones e insatisfacciones y que sean precisamente ellas quienes indiquen el ritmo de los cambios que deban introducirse”. Él salía de aquellas oficinas extrañamente satisfecho, como si hubiera podido descifrar un acertijo, pero el problema persistía, nadie le había explicado cómo vencer la fuerza de gravedad o caminar por el suelo del océano. Comenzó a hacer prácticas, aprendió el idioma de los atunes y el de los delfines, y japonés y griego, por si lo encontraba en su ruta algún buque petrolero. Se lanzó desde los edificios más altos de la ciudad, logró, poco a poco, después de algunos dolorosos accidentes, aletear pavorosamente sobre parques y avenidas, sobre noches sin luna y ríos sin agua y tierra sin tiempo. Sus amigos observábamos aquellos experimentos con quisquilloso escepticismo. Asere, deja eso. Chama, te vas a despingar. Su técnica era defectuosa en ambos medios, en el agua y en el aire, quería avanzar a la menor velocidad posible, de manera que su partida pasara desapercibida, y lo mismo su llegada. A dónde quería llegar, sin embargo, era un secreto, no lo confiaba a nadie, solo a los periódicos, que, por supuesto, no revelaron nunca aquella delicada información, temían causar pánico entre sus lectores, o verse obligados a publicar un mapamundi, confirmar la existencia de otros países, crear un peligroso interés por los continentes desperdigados en la dirección de los cuatro puntos cardinales. Hacíamos apuestas, España, el Congo, el planeta Barzán. Nadie en realidad creía que fuera intentar fugarse de la isla, creíamos que nos estaba tomando el pelo. Suponíamos que comprendería la imposibilidad de encontrar una ruta de salida, o siquiera dónde terminaba la isla y dónde comenzaba su reflejo, una confusión que había resultado fatal a otros fugitivos, que, según nos habían dicho, habían navegado durante años solo para recalar, moribundos, en la misma playa de la que habían partido, un peñasco flotando a la deriva en un mar de sargazos y recuerdos. Pero su agitación iba en aumento, se daba cabezazos contra las paredes, atravesaba la ciudad a grandes trancos, oteaba el horizonte cada dos o tres minutos, como si estuviera esperando algo, una tormenta, una ola gigante, una flota extranjera. Se le veía a veces en compañías rigurosamente reprobables, el detritus de la madrugada, pequeños buscavidas cariados, desertores del ejército, hirsutos travestis, borrachines cinematográficos, prostitutas de a medio. Dormía en los parques, en la terminal de ómnibus, en cualquier latón de basura, dejó de volver a su casa, donde lo esperaban demasiadas señas del hombre que era, no del que hubiera querido ser. Bebía cosacamente, un ron hierático pero benefactor, un lujo que, de acuerdo con la ley, solo proscritos como él podían disfrutar. Empezó, inesperadamente, a maldecir, con una dulzura conmovedora, como si bendijera, y fue evidente que esa era su forma de despedirse, de alertarnos de que iba a comenzar su ausencia, de que había encontrado, después de tantos meses ejercitándose, la forma de romper el círculo fatal en torno a la isla, su perseverante soledad. En el último minuto, miró a su alrededor, y vio que no había ningún objeto real o abstracto que fuera a extrañar, que no había nada que, si quisiera, no pudiera recordar matemáticamente, con feroz precisión, pero sin cariño.
No tenía ningún chance, era imposible que lograra volar más rápido que su memoria, que no se quedara rezagado inmediatamente, que pudiera sobrepasar el aullido de la isla abandonada. Aún así, los primeros momentos fueron gloriosamente felices, se atrevió a disfrutar una hinchada esperanza, se reclinó, campante, en el regazo de una ilusión tan falsa como brillante. Sabía que no llegaría a ninguna parte, que sería capturado y devuelto a la misma líquida agonía de la que se había exiliado tan abruptamente, pero el trastorno del viaje, en sus primeros momentos, desordenó su habilidad lógica lo suficiente para hacerlo sentirse invulnerable, a king of infinite space. Tanto, que empezó a arrojar a tierra cosas que creía ya no necesitar más, nombres, direcciones, números de teléfonos, la furia que lo había decidido a emprender aquella aventura. Fue un error calamitoso, despojado de su furia, liberado de la hidra de su odio, no tuvo defensa contra el miedo, que rápidamente congeló sus piernas, el pozo de su pecho y el árbol de su razón. El reporte médico diría más tarde que murió de cortante hipotermia, las temperaturas en el arco superior de su vuelo llegaron a ser de menos cincuenta grados. Pero no fue el frío silencio del cielo contra lo que se estrelló, sino contra la isla, contra su techo, que no tiene salidas a la noche del universo, claraboyas por donde se pueda colar un dios o se pueda marchar un mortal. Lo comprendió demasiado tarde, su única posibilidad era que la isla no lo hubiera visto escapar, y que él pudiera, con su impulso, romper la fuerza de su atracción, no precipitarse icáricamente a tierra. Su partida, por supuesto, no había pasado desapercibida, lo habían tenido bajo serena vigilancia, habían sido notados sus experimentos aéreos. Un sumario meticuloso había sido estampado con sellos y vituperios para ordenar su arresto y procesamiento, pero no llegó, por obvias razones, a ser usado. Recostado contra una nube, tuvo tiempo de aceptar que iba a morir, pero cuando esa certidumbre fue establecida, ya no pareció tan importante, su gravedad resultó ser, sin objeciones, deleznable. Tampoco su crispada soledad le pareció un agravante, se había desprendido tan fácilmente de cualquier fija adhesión, que ninguna de sus antiguas afinidades le parecía imprescindible en aquel trance. No sabemos bien cuánto tiempo duró ese momento de torrencial lucidez en el que adivinó, además, que la isla, multiplicándose incesantemente sobre su propia imagen inicial, estaba condenada, terminaría por confundirse, no se reconocería a sí misma, se asfixiaría, con todos sus habitantes, en la celda de su propia intransigente crueldad. Se alegró de perderse esa culminación, que su final anticipara el de todo lo que él conocía. Su cuerpo, abierto de par en par, como un libro, como una casa deshabitada, como un sueño interrumpido por la llegada del día, cayó suavemente a tierra. Todavía se le sentía, debajo de la piel, la vida cortada, olía, desgraciadamente, a libertad.
El cadáver de Adonis Guerrero Barrios (inicialmente identificado como Adonis G.B.), un joven cubano de 23 años, fue encontrado en el tren de aterrizaje de un avión de Iberia que llegó al aeropuerto de Barajas el pasado miércoles, procedente de La Habana. El cadáver tenía heridas en el tórax y en la cabeza, pero la causa de la muerte fue congelamiento, de acuerdo con el Instituto Técnico Forense de Madrid. Dos días después, aún nadie había reclamado el cadáver.
A Carlos Varela no lo tengo precisamente en un altar, pero los dejo con él:
ResponderEliminarComo un ángel en una prisión
la dejaban encerrada en su habitación.
Un incienso y un disco de los Doors
y un cigarro marihuana calmaban su dolor.
Nadie le dio algo de amor. Nadie.
Nadie abrigó su corazón. Nadie.
Y su padre no hacía más que pelear.
Y su madre se pasaba todo el día
sin dejar de llorar.
Una virgen colgada en la pared
y el tatuaje de una cruz en la espalda,
donde no se ve.
Nadie le dio algo de amor. Nadie.
Nadie abrigó su corazón,
por eso quiso buscar como escapar,
por eso se fue buscando otro lugar.
Así fue que un día se escapó
donde nadie, nadie la encontró
Y de nada sirvió que avisaran a la policía
la buscaron varios días, pero nunca
nunca aparecía
Nadie le dio algo de amor. Nadie.
Nadie abrigó su corazón. Nadie.
Yo la ví saltando del balcón
y en el aire quiso tocar el Sol.
¿Dónde fue? Solo lo sabe Dios.
Como un ángel se desapareció
Nadie le dio algo de amor. Nadie.
Nadie abrigó su corazón,
por eso quiso buscar como escapar,
por eso se fue buscando otro lugar.
Como un ángel.
Quisiera saber si alguien puede informarme algo de éste chico, ya que no queda claro si estaba demente o si fue solo la desesperación quien lo llevó a hacer esto.
ResponderEliminarMuy lindo texto el que le han dedicado en este blog,pero muy triste su pérdida.Quedará para siempre en la memoria de los que estamos fuera de Cuba pero que amamos nuestra isla y añoramos la libertad para todos nuestros compatriotas
Un obituario que es un cuento por sí solo.
ResponderEliminarTriste, muy triste...