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23 de julio de 2011

El nuevo Nureyev

José Manuel Carreño, el estupendo bailarín cubano, se ha despedido este verano del público de Nueva York, después de haberlo hecho, en el pasado Festival de Ballet de La Habana, de sus admiradores en la isla. En la noche del 30 de junio, en el Metropolitan Opera House, los neoyorkinos lo vieron bailar El Lago de los Cisnes por última vez con el American Ballet Theatre, la compañía a la que Carreño ha pertenecido durante los últimos 13 años. Carreño ha cumplido 43, que es, en el ballet, tanto como 70 en cualquier otra profesión. “Puedo hacerlo todo mejor que antes”, le confesó al Daily News, “con más madurez y experiencia, pero esos ballets de dos o tres horas son superagotadores”. “El señor Carreño todavía puede saltar”, observó The New York Times, “pero ya no flota en el aire como lo hacía años atrás”. Al final de la función, Carreño fue aplaudido atronadoramente por los espectadores, que sollozaban, gritaban, arrojaban flores al escenario, y tomaban fotos, para el perenne recuerdo.  Sus dos hijas corrieron a abrazarlo.

José Manuel Carreño y Julie Kent en El Lago de los Cisnes,
en el Metropolitan Opera House de Nueva York.
Fue un raro triunfo cubano, de los que no vemos frecuentemente en estos días. A pesar de su edad, Carreño mostró en su última función en Nueva York sus abrumadoras cualidades. “Su línea es impecable, sus giros son una maravilla”, dijo el Times, “perfectamente centrado y erguido mientras da vueltas, con su pierna libre delineando exquisitas formas geométricas”. El Times no se contuvo: “Cada paso está marcado por una elegancia y autoridad innatas. Uno no tiene dudas, viendo al señor Carreño, de que estamos en presencia de una estrella”. La crítica del Times, Roslyn Sulcas, notó que “hay pocos bailarines tan adorados como el señor Carreño tanto por los balletómanos como por el público en general”. Enamorada, Sulcas describió al héroe de la noche: “Apuesto, pero no tanto que parezca intocable; encantador; infaliblemente cortés; un compañero estupendo con una presencia escénica viril, y una técnica depurada”. Fue muy afortunado que los espectadores de La Habana pudieran despedirse también de Carreño, el año pasado, y hay que agradecerle al artista que tuviera tanto interés en actuar frente a sus compatriotas antes de retirarse. Carreño, que se fue de Cuba en 1990, contratado por el English National Ballet, ha sido visto solo esporádicamente en los escenarios de la isla durante las dos últimas décadas. Ha aparecido, brevemente, en los festivales de ballet, para bailar Giselle, o el Lago, y se ha marchado de nuevo, antes de que cesaran los aplausos. Su carrera, como la de Carlos Acosta, el otro excepcional bailarín cubano, que todavía actúa para el Royal Ballet de Londres, ha transcurrido casi completamente lejos de la isla, que les proporcionó una educación ejemplar, pero no podía, aislada del mundo, y con una compañía nacional de ballet pobre y mal gobernada, como el país mismo, dar espacio, visibilidad, acicate y premio suficientes a artistas de talento tan portentoso.  Carreño y Acosta, nadie podría ponerlo ya en duda, hicieron bien en marcharse, y hacerlo tan tempranamente, en los inicios de su carrera, sin perder mucho tiempo practicando el escuálido repertorio clásico del Ballet Nacional de Cuba, y las abominables creaciones tardías de Alicia Alonso, en las que otros bailarines estimables gastaron una parte irrecuperable de su juventud, y otros, igualmente capaces, aún gastan la suya ahora. Ambos, Carreño y Acosta, llegaron rápidamente a la cima del mundo, a las carteleras de Londres, París y Nueva York, fueron comparados con sus más gloriosos predecesores, Nijinsky, Nureyev, Barishnikov. Los dos usaron bien su oportunidad, que tantos otros brillantísimos cubanos, de diversas profesiones e industrias, nunca tuvieron, o les fue negada, o la tuvieron solo cuando ya era demasiado tarde, y su talento, o su juventud, comenzaban a menguar. Acosta, cinco años más joven que Carreño, está en el “otoño de su carrera”, de acuerdo con el crítico de The Observer, Luke Jennings, y ha comenzado a preparar su propio retiro, y una nueva etapa como coreógrafo, o actor, o empresario, pero todavía su nombre es capaz de atraer miles de espectadores a un escenario tan inusual, para el Royal Ballet, como el Centro O2, el antiguo Domo de Londres, donde la compañía ha presentado este mes Romeo y Julieta con la ambición de atraer a su arte nuevos espectadores. Jennings, comentando una función de Giselle del Royal Ballet el pasado mes de enero, dijo que Acosta “sigue siendo un bailarín de nobleza y consistencia” pero, añadió, “uno siente que su actuación en este ballet ha comenzado a volverse rutinaria”. En esa misma nota, Jennings dedicó sus mayores elogios a un nuevo favorito, un chiquillo de 21 años llamado Sergei Polunin, ucraniano, que el Royal Ballet ha estado entrenando desde que tenía 13, y que en Giselle, aunque no estuviera todavía dramáticamente ajustado al personaje de Albrecht, dio muestras de poseer una técnica sensacional, “dando saltos y giros de exquisita claridad, y vuelos de tanta elevación y velocidad como para dejarnos sin aliento”. Carreño habrá llegado al final de su carrera, y Acosta se estará acercando, parsimoniosamente, al suyo, pero los aficionados al ballet en Nueva York y Londres no deben sentirse demasiado tristes, de las más remotas y oscuras aldeas de Ucrania y Belarús, y de otras esquinas del mundo, siguen llegando a las grandes compañías internacionales jovencitos deslumbrantes, capaces de saltar más alto y girar con más furiosa velocidad que cualquiera de sus renombrados antecesores.   
Carlos Acosta
Uno de ellos, Iván Vasiliev, de 21 años, de Vladivostok, del Bolshoi, ha vuelto a Londres este mes, un año después de haber dejado a los espectadores ingleses boquiabiertos durante la visita anterior de la insigne compañía moscovita. Vasiliev debutó en Londres cuatro años atrás, en el 2007, cuando bailó Don Quijote en el Coliseum, acompañado por una muchacha llamada Natalia Osipova, pálida y quebradiza, de la que pocos habían oído hablar. El punto climático de aquel verano inglés del Bolshoi fue el Espartaco de Carlos Acosta, a quien los maestros rusos invitaron a interpretar uno de los roles más honorables de su repertorio, primero en Moscú, y luego en Londres.   Espartaco, muscular y estridente, le venía pintado a Acosta, que lo interpretó con precisión y ferocidad estalinistas. En el Daily Telegraph, Sarah Compton aplaudió al artista cubano: “Él habrá saltado una pulgada más alto, y girado una fracción de segundo más rápidamente hace cinco años, pero entonces no habría dotado al rol de tanto dramatismo (…) La habilidad suprema de Acosta, a medida que su carrera se ha desarrollado, es su capacidad de comunicar  (…)  Él es tan expresivo que uno tiene la impresión de que está hablando”. Aquella visita del Bolshoi a Londres dejó confirmada la posición de Carlos Acosta en el cénit de la danza mundial, pero la nota más memorable de la temporada fue el Basilio del adolescente Vasiliev, y la Kitri de Osipova. Vasiliev, al llegar a Londres, llevaba pocos meses en el Bolshoi, al que se había unido después de terminar sus estudios en el Colegio Estatal Coreográfico de Belarús.  Se había entrenado, inicialmente, en danza folclórica y popular, no en ballet, pero después de ganar varias competencias internacionales, los directivos del Bolshoi lo notaron, y lo invitaron a unirse a la compañía en Moscú. Cuando llegó a Londres, parecía que había estado haciendo piruetas de ballet desde la cuna. “¿Por dónde comenzar?”, se preguntó Jennings en The Observer. “Él es un bailarín cuya prodigiosa técnica es solo igualada por la cálida brisa de su auto-reprobación. Como Harpo Marx, a quien se parece un poco, él logra algo imposible, y lo presenta como comedia ligera”. Jennings, épaté: “¡Y sus saltos!  Mi acompañante, en la primera noche, era un antiguo bailarín del Royal Ballet, y ambos estuvimos de acuerdo en que nunca habíamos visto a ningún hombre saltar tan alto como Iván Vasiliev. En la cúspide de uno de sus vertiginosos jetés, él pareció observar al público, memorizando cada uno de nuestros rostros mientras giraba en el aire”. Con respecto a Osipova, Jennings no fue menos efusivo: “Es inútil resistirse, uno la adora a primera vista”. El verano pasado, Vasiliev y Osipova regresaron a Londres con el Bolshoi, pero no como atracciones secundarias, sino como capitanes de la compañía, él ya no más un niño, ella llegando fogosamente a su plenitud. Vasiliev, como si quisiera borrar todo recuerdo del Espartaco de Acosta en la memoria de los espectadores londinenses, tomó el rol titular en el estrepitoso ballet de Grigorovich. “Vasiliev es espectacular, en técnica y autoridad”, declaró Zoe Anderson en The Independent. “Es físicamente más fuerte ahora, sus hombros son más anchos, su mirada es feroz y su pelo salvaje”. Anderson, totalmente encantada, añadió: “El público de Londres ya había visto sus saltos.  Ahora son aún más elevados  (…) Él mantiene la forma brillantemente en el aire, arqueándose apretadamente a mitad de vuelo. Cargado en hombros por su ejército, el Espartaco de Vasiliev parece el mascarón de proa de un barco, o un póster soviético”. “¡El Nuevo Nureyev!”, proclamó David Wigg en The Daily MailCuando escucha esas comparaciones, Vasiliev se agita. “Ellos son leyendas, y yo no lo soy, aunque yo admiré a Barishnikov cuando era niño, y traté de imitarlo, pero ahora que he crecido me siento más cerca de Nureyev”.
Iván Vasiliev en Espartaco.
Este mes, Vasiliev y Osipova han bailado en el Coliseum Romeo y Julieta, la versión de Frederick Ashton, que no había sido llevada a escena en Inglaterra desde 1985.  Los espectadores de Londres tienen ocasión, cada año, de ver la exuberante versión de Kenneth MacMillan, que el Royal Ballet, en particular, ejecuta lujosamente. Fue extraño que Vasiliev y Osipova, a quienes no les faltan ofertas para bailar con las compañías más distinguidas, aceptaran protagonizar la más modesta pieza de Ashton, más corta que la de MacMillan, y que la versión original del Bolshoi, de Leonid Lavrovsky, menos densa y detallada, y con menos ocasiones para el lucimiento físico de los bailarines principales. Esta temporada de Ashton era desembozadamente nostálgica, una empresa de satisfacción personal de Peter Schaufuss, el bailarín y coreógrafo danés, hijo de la primera Julieta de Ashton, a quien el maestro inglés legó los derechos de su coreografía.  Para los espectadores londinenses, que han visto el Romeo y Julieta de MacMillan mil veces, esta temporada, si la hubieran protagonizado otros bailarines, hubiera tenido poco atractivo, no hubiera pasado de ser una curiosidad histórica, aunque, sea dicho, la versión de Ashton, que evita cualquier distracción narrativa y concentra toda su atención en la pareja central, a la que rara vez pierde de vista, tiene no poco mérito, es noble, mesurada, jamás efectista o pretenciosa, y rica en pequeños, deliciosos detalles. Vasiliev y Osipova probablemente fueron tentados por la rara posibilidad de bailar la obra de un coreógrafo muy distinto a los del repertorio del Bolshoi, sorprendentemente limitado, y por el reto, casi olímpico, de bailar nueve funciones seguidas, en una sola semana, incluyendo dos matinés, una proeza. También, quizás, aceptaron este Romeo y Julieta para volver a Londres, en un año en que el resto de la compañía del Bolshoi no lo hará. A lo mejor lo hicieron porque, estando comprometidos para casarse, después de un largo noviazgo, a Vasiliev y Osipova les pareció que su participación en Romeo y Julieta provocaría especial curiosidad entre los espectadores, más que si bailaran Giselle o el Lago. O quizás quisieron escapar, por una semana, del infiernillo en que parece haberse convertido el viejo ballet del teatro Bolshoi, que desde el colapso del régimen soviético, ha atravesado sucesivas crisis creativas, financieras y políticas. La más reciente fue en marzo de este año, cuando el subdirector de la compañía, el bailarín Gennady Yanin, decidió renunciar a su puesto después de que unos malvados hicieran circular un email con fotografías que mostraban al artista en la cama con otros hombres.  En la homófoba Rusia de hoy, la posición de Yanin resultó insostenible. “Es un trabajo muy complicado y difícil”, le dijo a la prensa el agraviado, resignadamente. El escándalo Yanin atrajo la atención del público sobre otros delicados secretos del Bolshoi, que de repente dejaron de serlo.  Se supo, por ejemplo, que la compañía organiza fiestas para que sus patrones más ricos conozcan y cortejen a los bailarines. Anastasia Volochkova, una bailarina despedida en 2003 por supuestos problemas con su peso, contó a The Guardian: “Fiestas privadas son organizadas para los oligarcas, para los sponsors. Y las bailarinas del Bolshoi son invitadas.  Ellas no son invitadas individualmente, sino a través de la administración del teatro. A las muchachas se les dice: ‘Si vas a la fiesta, tendrás un futuro con la compañía.  Si no, no irás en la próxima gira’. ¿Qué pueden hacer? Yo lo vi todo con mis propios ojos. Se decía abiertamente, ni siquiera se ocultaba”. Las obras de la restauración capital del teatro, mientras tanto, no han sido concluidas, aunque debían haberlo sido en el 2009, casi dos años atrás. El gobierno ruso, que ha pagado las obras, y la administración del Bolshoi, se proponen declarar la restauración concluida el próximo mes de octubre. Probablemente el Bolshoi lucirá como nuevo cuando reciba al Presidente Medvedev y al Primer Ministro Putin para la función de gala de Ruslán y Liudmila que marcará la culminación de los trabajos. Pero, financieramente, el proyecto ha sido un fiasco, la restauración del teatro más ilustre de Rusia ha costado 16 veces más que lo planificado originalmente, de acuerdo con The Guardian. No es extraño que las compañías de ballet y ópera del Bolshoi hayan sufrido dolorosas deserciones de funcionarios y artistas en los últimos años. El director musical del teatro, Alexander Vedernikov se marchó, dando un sonoro portazo, en el 2009. “Se ha hecho claro que el teatro Bolshoi no posee las más esenciales características de una compañía artística”, dijo, enfurecido.  
Iván Vasiliev y Natalia Osipova
Si el Bolshoi no se espabila, sus dos más fulgurantes estrellas se sentirán, quizás, tentadas a marcharse también, definitivamente, a Londres o a Nueva York, donde los recibirían como fueran Nureyev y Fonteyn resucitados. En Romeo y Julieta, en el Coliseum, se les vio en fantástica forma, a él, concentrado, atento a los detalles, un muy caballeresco partenaire, a ella, aún mejor, bailando, incluso en las últimas noches, como si esa fuera la única vez, en toda su carrera, que fuera a ejecutar esa coreografía, y estuviera decidida a disfrutarla tanto como fuera posible. Vasiliev, según él mismo ha dicho, tiene “motores en las piernas”, y salta y gira como si no le costara ningún esfuerzo, sin visible preparación, como Barishnikov, o como el joven Julio Bocca. No es demasiado alto, mide 1.72, pero su musculatura no es magra, como la de otros bailarines, sino como la de un joven campesino, apretada y violenta. No es solo un atleta formidable, se mueve como si no tuviera que acompañar la música de la orquesta, como si su cuerpo fuera la fuente de la música, como si de sus muslos, sus brazos, sus pies, salieran las notas, no como si simplemente las marcaran. Osipova, por su parte, fue una Julieta majestuosa, tan hondamente desolada, en las largas escenas finales, que hizo casi olvidar al público que Vasiliev llevaba mucho rato fuera del escenario. Quizás girara con demasiada rapidez en algunos momentos, quizás pasara sobre algunas frases con menos detenimiento, menos lánguidamente de lo que Ashton hubiera querido. Pero es casi tan admirable, su técnica, como la de su compañero, y probablemente sea ella, en este momento, más refinada y completa como artista. De la temporada del Coliseum, en justicia, habría que mencionar también al fabuloso bailarín danés Alban Lendorf, que tomó el rol popularísimo de Mercucio, y giro por giro, salto por salto, le sostuvo el pulso a Vasiliev. La producción de Schaufuss, por desgracia, fue inexplicablemente modesta, sin decorados tradicionales, con luces mal colocadas, molestas.   Pero al público, que aplaudió entusiastamente, no le importó demasiado la sorprendente pobreza del escenario, los espectadores regresaron a casa contentos de haber visto al nuevo Nureyev, y quizás, a la nueva Ulanova, o Plisetskaya o Ananiashvili.

A  Covent Garden llega esta semana el ballet del teatro Mariinsky de San Petersburgo, el antiguo Kirov, que trae bailarines formidables, y un espléndido repertorio, pero, hasta dónde se sabe ahora, ninguna nueva, fulgurante estrella, aunque siempre podrían sorprender a sus admiradores londinenses y echar al escenario, en Don Quijote o en La Bayadère, a un adolescente desconocido de 17 o 18 años que rete a Vasiliev por la supremacía. Ojalá alguno de estos nuevos prodigios se anime, alguna vez, a hacer el largo viaje hasta Cuba, y que allí encuentre, en el escenario del Gran Teatro, salido de algún abyecto barrio habanero, de La Lisa, o de Luyanó o de Centro Habana, al nuevo Carreño o al nuevo Carlos Acosta, dando brincos tan altos como nunca se han visto. 

3 comentarios:

  1. Concuerdo plenamente con los elogios que escribes de Ivan Vasiliev y Natalia Osipova en lo referente a esta temporada de 2011; pude percatarme de sus cualidades técnicas y su desenvolvimiento histriónico durante el 20 FESTIVAL INTERNACIONAL DE BALLET DE LA HABANA, en 2006, cuando bailaron juntos los virtuosísimos pas de deux de LAS LLAMAS DE PARÍS y EL CORSARIO en la Sala García Lorca del Gran Teatro de La Habana. Quedé muy impresionado por la agilidad de los saltos, la rapidez de los giros, la resistencia y la fuerza de los movimientos.
    En estos momentos, hay una generación de jóvenes bailarines cubano que bailan, por suerte para nosotros, aún en Cuba; cuyos saltos son deslumbrantes, técnica muy depurada y líneas ideales: ALEJANDRO VIRELLES, OSIEL GOUNOD, DANI HERNÁNDEZ, YANIER GÓMEZ.
    Para los amantes de la buena danza que quiera/puedan comprobar la calidad de estos (y otros) bailarines cubanos; no perderse la Gala en Homenaje a ALicia Alonso que se realizará en el Bolshoi el próximo 2 de agosto.
    SALUDOS

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  2. ¡Gracias! Sería magnífico que invitaran a Vasiliev y a Osipova al Festival de La Habana del año que viene. Cuando fue a Cuba en el 2006, Vasiliev tenía 17 años, acababa de unirse al Bolshoi. Los maestros de la compañía rusa habían tenido poco tiempo de entrenarlo. Aún así, deslumbró al público habanero, que sabe reconocer a un gran bailarín cuando ve uno. En octubre del 2012, cuando comience el próximo Festival, Vasiliev tendrá 23 (y seis años en el Bolshoi, y bailando alrededor del mundo): estará llegando, probablemente, a su plenitud. Ojalá pueda arreglarse un viaje de Vasiliev y Osipova a Cuba en el 2012.

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  3. Leyendo este post sentí las mismas ganas de haber visto mucho y buen arte que me dejaban las crónicas de Carpentier desde París... Como en la vieja Facu, tus clases son una invitación...

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