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16 de agosto de 2013

Demasiado tarde

No había muchos chistes sobre Egon Krenz en la República Democrática Alemana.  Había cientos sobre Erich Honecker, sobre Leonid Brezhnev, sobre el odiado fundador de aquella entelequia, Walter Ulbricht, y, abundantemente, sobre las feroces diferencias entre las dos partes de Alemania.   Pero no sobre Krenz.  Algunos se burlaban de él llamándolo “el joven de profesión”, porque, ya entrado en los cuarenta, seguía siendo secretario general de la Juventud Libre Alemana.  En general, Krenz se las había apañado para no atraer demasiado la atención y que las malas lenguas del populacho lo dejaran más o menos en paz.  “Uno debe tener una opinión clara acerca de alguien, para poder hacer chistes sobre él.   De Krenz no sabemos qué pensar”, le dijo una mujer al Wall Street Journal cuando, después de expulsar rudamente al decrépito Honecker del poder en un golpe palaciego, Krenz se convirtió en Secretario General del Partido Socialista Unificado de Alemania, y presidente del Consejo de Estado de la RDA.
   
Krenz tenía entonces, en el otoño de 1989, 52 años. Había tenido una velocísima carrera política.  Honecker lo había elevado al Buró Político y lo había ungido como sucesor seis años antes, después de permitirle, finalmente, dejar su puesto en las juventudes comunistas, cuando ya empezaban a salirle canas.  Más tarde, Krenz trataría de explicar por qué había traicionado al hombre que lo había tratado como un hijo.  “Tratamos de cambiar al liderazgo del Partido, para hacer arriba los cambios que nos pedían los de abajo”, diría en una entrevista.   Los de abajo, sin embargo, querían más cambios, y más grandes, de los que Krenz estaba dispuesto a hacer.  Su presidencia duró, exactamente, cincuenta días, hasta el 6 de diciembre de 1989.  El país que Krenz quería salvar virtualmente desapareció bajo sus pies.   Hacia el final, habían aparecido numerosos chistes sobre él.  “¿Cuál es la diferencia entre Erich Honecker y Egon Krenz?”  “Krenz todavía tiene vejiga”.
 
Egon Krenz, sentado junto a Erich Honecker, en el Parlamento
de la República Democrática Alemana, 1985.
Krenz está vivo, a la provecta edad de 76 años, y todavía lamenta que no le hayan dado tiempo de introducir reformas democráticas en su pequeña república comunista, y que su caída haya abierto las puertas a lo que él califica como la anexión de la Alemania oriental por la del Oeste.  “Nosotros, en el liderazgo del partido, actuamos muy tarde”.  El 18 de octubre de 1989, cuando se convirtió en líder supremo, Krenz insinuó la necesidad de introducir hondos cambios en el país.  “Está claro que en meses recientes no hemos analizado realistamente la naturaleza de los acontecimientos que están ocurriendo en nuestro país y no hemos sacado a tiempo conclusiones correctas”, le dijo al Comité Central del Partido.  La RDA, les explicó Krenz a sus atónitos colegas, está en un “punto de cambio".  Junto con Honecker, habían caído Günter Mittag, supervisor de la economía y sumo sacerdote de la planificación estatal, y Joachim Herrmann, que desde la Oficina de Prensa del Consejo de Ministros controlaba cada palabra publicada en los periódicos del país o dicha en la radio y la televisión.  Ese mismo día, Krenz había recibido un reporte meticulosamente honesto de la situación económica del país, que Honecker y Mittag le habían ocultado incluso a él.  La RDA, se enteró Krenz, había acumulado una deuda tan grande, y un déficit tan abultado en su presupuesto, que estaba cerca de declararse insolvente.  Sin la ayuda soviética, le confesaría unos días más tarde a Mijaíl Gorbachov, el país habría colapsado.  Pero como la URSS, ella misma en apuros, no podía seguir ayudando al país que consideraba como “un hijo”, Berlín Oriental había despachado una delegación a Bonn, para suplicar a sus archienemigos del oeste que extendieran las líneas de crédito que, a esas alturas, mantenían a flote la Alemania comunista.  El 62% de los ingresos del país en moneda libremente convertible estaban siendo dedicados a pagar intereses de la deuda con acreedores de occidente.   El nivel de vida de los ciudadanos de la RDA tendría que haber sido reducido en un 30% para ajustarlo aproximadamente al valor de la producción nacional. 

Gorbachov le dijo a Krenz que él tampoco había conocido el deplorable estado de la economía soviética antes de convertirse en Secretario General del Partido Comunista, y le aconsejó que hiciera lo que él había hecho, decir la verdad a su pueblo.  Krenz le informó a Gorbachov que planeaba ejecutar “radicales” reformas políticas y económicas, las primeras para “desarrollar la democracia socialista”, y las segundas, igualmente, “basadas en el socialismo, no en el libre mercado”.  En el memorando de aquel encuentro entre Gorbachov y Krenz, en Moscú, el 1 de noviembre de 1989, aparecen detalladas las reformas que el líder comunista alemán se proponía llevar a cabo, que incluían una nueva ley electoral, límites a los períodos de mandato del Secretario General del Partido y otros altos funcionarios del Estado, más autonomía para los medios de comunicación, y una reforma migratoria, que permitiría a casi todos los ciudadanos de la RDA viajar al extranjero, con la única excepción, por “razones de seguridad”, de unos muy contados casos.  Lamentablemente, le dijo Krenz a Gorbachov, sería imposible proporcionar moneda libremente convertible a los centenares de miles de personas que aprovecharían la oportunidad de salir a conocer el vasto, extraño mundo.   Gorbachov le sugirió a su colega que comenzara el proceso para hacer convertible al marco de Alemania Oriental, “lo que será un incentivo para que los trabajadores se esfuercen por alcanzar mayor productividad y calidad”.
   
La reforma migratoria, sin embargo, tuvo consecuencias fatales para Krenz.   Quizás, en el último momento, Krenz tuvo una premonición, intuyó que había cometido un error irremediable. A las 4 de la tarde del 9 de noviembre de 1989, Krenz leyó el proyecto de reforma a los miembros del Comité Central del Partido.  El proyecto había sido ya aprobado por Moscú, por el Buró Político alemán, y por los ministerios del Interior, de Exteriores y de Seguridad del Estado, aunque no, todavía, por el Consejo de Ministros.  No era una reforma particularmente generosa, pero en Alemania, un país del que la gente trataba de escapar por cualquier medio, en el maletero de un auto, en globo, a nado, saltando de noche por encima del Muro que partía a Europa en dos, cualquier relajación de las férreas restricciones impuestas a la libertad y el movimiento de las personas era una escandalosa novedad.  Los ciudadanos podrían viajar al extranjero, después de solicitar y obtener pasaporte y visa, por un máximo de treinta días cada año, y podrían adquirir 15 marcos de Alemania occidental por 15 marcos de los propios.  “¡Vamos a darle la vuelta al mundo en treinta días, sin dinero!”, se burlaban los manifestantes en Berlín y otras ciudades, cuando los detalles de la reforma se filtraron.   El proyecto que Krenz leyó al Comité Central no contemplaba ni permitía que los ciudadanos de la RDA pudieran viajar libremente, y mucho menos que pudieran hacerlo de inmediato.  “No importa lo que hagamos en esta situación, nos vamos a equivocar”, le dijo Krenz al Comité Central, melancólicamente. 

Unos minutos después, le dio el proyecto de reforma a Günther Schabowski, el miembro del Buró Político que actuaba como vocero del partido ese día, y le dijo que anunciara la decisión del Comité Central durante la conferencia de prensa que tendría lugar a las seis de la tarde.   Fue otro error, los oficiales del Ministerio del Interior y de la Seguridad del Estado habían previsto difundir la noticia justo antes del amanecer del día siguiente, el 10, cuando el país dormía, para que no causara una inmediata conmoción, y los oficiales de la frontera tuvieran tiempo de prepararse para un más que probable éxodo.  Lo que ocurrió a continuación es sobradamente conocido, una historia a la vez cómica y conmovedora.  Schabowski no había estado presente en la reunión del Buró Político ni en la del Comité Central, no conocía los detalles de la reforma y no estaba preparado para presentarla a los periodistas.  Tomó el papel que le dio Krenz, y lo puso entre otros que iba a leer en la conferencia de prensa.  En vivo, en la televisión, Schabowski declaró que los ciudadanos podían solicitar salida definitiva o temporal del país, sin necesidad de cumplir los requerimientos impuestos a tales solicitudes hasta ese momento.  Las autoridades, dijo, responderían esas solicitudes en breve tiempo.  Los periodistas preguntaron cuándo esas nuevas regulaciones entrarían en vigor.  Schabowski, que no tenía la menor idea de la respuesta, escudriñó el papel que Krenz le había dado.  Vio, en la introducción del documento, la palabra “inmediatamente”.  Aquel “inmediatamente” no se refería a la entrada en vigor de la ley, sino a otra disposición, pero Schabowski lo repitió, en voz alta, y con esa palabra, una sola, puso fin a la partición de Europa y a la Guerra Fría:  “Inmediatamente, sin demora”.   La noticia de que la RDA había abierto sus fronteras encabezó los noticieros de la noche en las dos partes de Alemania.   Pocas horas después, miles de personas cruzaban hacia el oeste, el Muro caía. 

Egon Krenz gobernaría Alemania Oriental, ya sin control sobre los acontecimientos que se sucedían imparablemente, unas pocas semanas más.   En el futuro, se atribuiría cierto crédito, y justificadamente, por la relativa paz con que la transición alemana, tan rápida y peligrosa, fue completada.   A Gorbachov, en la reunión de Moscú a inicios de noviembre, le había prometido que las manifestaciones antigubernamentales que tenían lugar constantemente  en todas las ciudades de la RDA no serían reprimidas violentamente por la policía.  Fue ese un cambio asombroso de tono y opinión en un hombre que solo unos meses antes había descrito la masacre de Tiananmen como “una regulación normal de los asuntos internos de China”.   El 9 de octubre, cuando cien mil personas salieron a las calles de Leipzig gritando “¡Somos el pueblo!”, las fuerzas de seguridad y el ejército, que estaban listos para disparar, no lo hicieron, presuntamente porque Krenz convenció a Honecker de que no debía permitirse que la manifestación terminara en matanza.   Krenz iría a la cárcel años después, condenado por su responsabilidad en la decisión de disparar a matar contra los ciudadanos de la RDA que intentaban cruzar el Muro.  Alrededor de mil personas murieron o fueron ejecutadas tratando de escapar al oeste durante los cuarenta años de existencia de la RDA, pero Krenz fue condenado como responsable de solo cuatro de esas muertes, y cumplió cuatro años de prisión.
Entrevistado por El País en el 2009, veinte años después de la caída del Muro, Krenz declaró que su condena había sido injusta, y, por haber sido hecha bajo las leyes de un Estado sin autoridad para juzgar crímenes presuntamente cometidos en otro, también ilegal.  “La historia me absolverá”, se ufanó.

Probablemente, Krenz, que se ha negado rotundamente a abjurar de la RDA y del ideal comunista, se pregunte, hasta el último, oscuro momento, si hubieran sido diferentes la historia y sus consecuencias si él u otro hubiera intentado más tempranamente reformar aquel ruinoso estado carcelario, si Honecker hubiera sido destituido meses, años antes, si se hubiera dado a la gente una pizca más de libertad, una más de placer, una más de pan, si se hubiera matado solo un hombre o una mujer menos de los que trataban de escapar, saltando, volando por encima del Muro.  Es difícil imaginar que la RDA pudiera haber tenido otro destino que desaparecer, ser abolida con contundencia, desmantelada minuciosamente por sus propios ciudadanos, ladrillo a ladrillo, abuso por abuso, mentira por mentira, pero a Egon Krenz, inevitablemente, le quedarán siempre terribles, amargas dudas.  ¿Cuál fue el momento en que ya nada podía ser salvado, cuándo ya no hubo remedio, cuándo ya no se pudo impedir que todo se viniera abajo?       

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