No había muchos
chistes sobre Egon Krenz en la República Democrática Alemana. Había cientos sobre Erich Honecker, sobre Leonid
Brezhnev, sobre el odiado fundador de aquella entelequia, Walter Ulbricht, y,
abundantemente, sobre las feroces diferencias entre las dos partes de Alemania. Pero no sobre Krenz. Algunos se burlaban de él llamándolo “el
joven de profesión”, porque, ya entrado en los cuarenta, seguía siendo
secretario general de la Juventud Libre Alemana. En general, Krenz se las había apañado para
no atraer demasiado la atención y que las malas lenguas del populacho lo
dejaran más o menos en paz. “Uno debe
tener una opinión clara acerca de alguien, para poder hacer chistes sobre
él. De Krenz no sabemos qué pensar”, le
dijo una mujer al Wall Street Journal
cuando, después de expulsar rudamente al decrépito Honecker del poder en un
golpe palaciego, Krenz se convirtió en Secretario General del Partido
Socialista Unificado de Alemania, y presidente del Consejo de Estado de la RDA.
Krenz tenía
entonces, en el otoño de 1989, 52 años. Había
tenido una velocísima carrera política. Honecker
lo había elevado al Buró Político y lo había ungido como sucesor seis años
antes, después de permitirle, finalmente, dejar su puesto en las juventudes
comunistas, cuando ya empezaban a salirle canas. Más tarde, Krenz trataría de explicar por qué
había traicionado al hombre que lo había tratado como un hijo. “Tratamos de cambiar al liderazgo del
Partido, para hacer arriba los cambios que nos pedían los de abajo”, diría en
una entrevista. Los de abajo, sin
embargo, querían más cambios, y más grandes, de los que Krenz estaba dispuesto
a hacer. Su presidencia duró,
exactamente, cincuenta días, hasta el 6 de diciembre de 1989. El
país que Krenz quería salvar virtualmente desapareció bajo sus pies. Hacia el final, habían aparecido numerosos
chistes sobre él. “¿Cuál es la
diferencia entre Erich Honecker y Egon Krenz?”
“Krenz todavía tiene vejiga”.
Egon Krenz, sentado junto a Erich Honecker, en el Parlamento de la República Democrática Alemana, 1985. |
Krenz está vivo,
a la provecta edad de 76 años, y todavía lamenta que no le hayan dado tiempo de
introducir reformas democráticas en su pequeña república comunista, y que su
caída haya abierto las puertas a lo que él califica como la anexión de la
Alemania oriental por la del Oeste. “Nosotros,
en el liderazgo del partido, actuamos muy tarde”. El 18 de octubre de 1989, cuando se convirtió
en líder supremo, Krenz insinuó la necesidad de introducir hondos cambios en el
país. “Está claro que en meses recientes
no hemos analizado realistamente la naturaleza de los acontecimientos que están
ocurriendo en nuestro país y no hemos sacado a tiempo conclusiones correctas”,
le dijo al Comité Central del Partido. La
RDA, les explicó Krenz a sus atónitos colegas, está en un “punto de cambio". Junto con Honecker, habían caído Günter Mittag,
supervisor de la economía y sumo sacerdote de la planificación estatal, y
Joachim Herrmann, que desde la Oficina de Prensa del Consejo de Ministros
controlaba cada palabra publicada en los periódicos del país o dicha en la
radio y la televisión. Ese mismo día,
Krenz había recibido un reporte meticulosamente honesto de la situación
económica del país, que Honecker y Mittag le habían ocultado incluso a él. La RDA, se enteró Krenz, había acumulado una
deuda tan grande, y un déficit tan abultado en su presupuesto, que estaba cerca
de declararse insolvente. Sin la ayuda
soviética, le confesaría unos días más tarde a Mijaíl Gorbachov, el país habría
colapsado. Pero como la URSS, ella misma
en apuros, no podía seguir ayudando al país que consideraba como “un hijo”, Berlín
Oriental había despachado una delegación a Bonn, para suplicar a sus
archienemigos del oeste que extendieran las líneas de crédito que, a esas
alturas, mantenían a flote la Alemania comunista. El 62% de los ingresos del país en moneda
libremente convertible estaban siendo dedicados a pagar intereses de la deuda
con acreedores de occidente. El nivel de vida de los ciudadanos de la RDA
tendría que haber sido reducido en un 30% para ajustarlo aproximadamente al
valor de la producción nacional.
Gorbachov le dijo
a Krenz que él tampoco había conocido el deplorable estado de la economía
soviética antes de convertirse en Secretario General del Partido Comunista, y
le aconsejó que hiciera lo que él había hecho, decir la verdad a su
pueblo. Krenz le informó a Gorbachov que
planeaba ejecutar “radicales” reformas políticas y económicas, las primeras
para “desarrollar la democracia socialista”, y las segundas, igualmente, “basadas
en el socialismo, no en el libre mercado”. En el memorando de aquel encuentro entre Gorbachov y Krenz, en Moscú, el
1 de noviembre de 1989, aparecen detalladas las reformas que el líder comunista
alemán se proponía llevar a cabo, que incluían una nueva ley electoral, límites
a los períodos de mandato del Secretario General del Partido y otros altos
funcionarios del Estado, más autonomía para los medios de comunicación, y una
reforma migratoria, que permitiría a casi todos los ciudadanos de la RDA viajar
al extranjero, con la única excepción, por “razones de seguridad”, de unos muy
contados casos. Lamentablemente, le dijo
Krenz a Gorbachov, sería imposible proporcionar moneda libremente convertible a
los centenares de miles de personas que aprovecharían la oportunidad de salir a
conocer el vasto, extraño mundo.
Gorbachov le sugirió a su colega que comenzara el proceso para hacer
convertible al marco de Alemania Oriental, “lo que será un incentivo para que
los trabajadores se esfuercen por alcanzar mayor productividad y calidad”.
La reforma
migratoria, sin embargo, tuvo consecuencias fatales para Krenz. Quizás, en el último momento, Krenz tuvo una
premonición, intuyó que había cometido un error irremediable. A las 4 de la tarde del 9 de noviembre de
1989, Krenz leyó el proyecto de reforma a los miembros del Comité Central del
Partido. El proyecto había sido ya
aprobado por Moscú, por el Buró Político alemán, y por los ministerios del
Interior, de Exteriores y de Seguridad del Estado, aunque no, todavía, por el
Consejo de Ministros. No era una reforma particularmente generosa, pero
en Alemania, un país del que la gente trataba de escapar por cualquier medio, en
el maletero de un auto, en globo, a nado, saltando de noche por encima del Muro
que partía a Europa en dos, cualquier relajación de las férreas restricciones impuestas
a la libertad y el movimiento de las personas era una escandalosa novedad. Los ciudadanos podrían viajar al extranjero,
después de solicitar y obtener pasaporte y visa, por un máximo de treinta días
cada año, y podrían adquirir 15 marcos de Alemania occidental por 15 marcos de
los propios. “¡Vamos a darle la vuelta
al mundo en treinta días, sin dinero!”, se burlaban los manifestantes en Berlín
y otras ciudades, cuando los detalles de la reforma se filtraron. El proyecto que Krenz leyó al Comité Central
no contemplaba ni permitía que los ciudadanos de la RDA pudieran viajar
libremente, y mucho menos que pudieran hacerlo de inmediato. “No importa lo que hagamos en esta
situación, nos vamos a equivocar”, le dijo Krenz al Comité Central,
melancólicamente.
Unos minutos
después, le dio el proyecto de reforma a Günther Schabowski, el miembro del
Buró Político que actuaba como vocero del partido ese día, y le dijo que anunciara
la decisión del Comité Central durante la conferencia de prensa que tendría
lugar a las seis de la tarde. Fue
otro error, los oficiales del Ministerio del Interior y de la Seguridad del
Estado habían previsto difundir la noticia justo antes del amanecer del día
siguiente, el 10, cuando el país dormía, para que no causara una inmediata
conmoción, y los oficiales de la frontera tuvieran tiempo de prepararse para un
más que probable éxodo. Lo que ocurrió
a continuación es sobradamente conocido, una historia a la vez cómica y
conmovedora. Schabowski no había estado presente en la
reunión del Buró Político ni en la del Comité Central, no conocía los detalles
de la reforma y no estaba preparado para presentarla a los periodistas. Tomó el papel que le dio Krenz, y lo puso
entre otros que iba a leer en la conferencia de prensa. En vivo, en la televisión, Schabowski
declaró que los ciudadanos podían solicitar salida definitiva o temporal del
país, sin necesidad de cumplir los requerimientos impuestos a tales solicitudes
hasta ese momento. Las autoridades,
dijo, responderían esas solicitudes en breve tiempo. Los periodistas preguntaron cuándo esas
nuevas regulaciones entrarían en vigor.
Schabowski, que no tenía la menor idea de la respuesta, escudriñó el papel
que Krenz le había dado. Vio, en la introducción
del documento, la palabra “inmediatamente”. Aquel “inmediatamente” no se refería a la entrada en vigor de la ley, sino
a otra disposición, pero Schabowski lo repitió, en voz alta, y con esa palabra,
una sola, puso fin a la partición de Europa y a la Guerra Fría: “Inmediatamente, sin demora”. La noticia de que la RDA había abierto sus
fronteras encabezó los noticieros de la noche en las dos partes de
Alemania. Pocas horas después, miles de
personas cruzaban hacia el oeste, el Muro caía.
Egon Krenz
gobernaría Alemania Oriental, ya sin control sobre los acontecimientos que se
sucedían imparablemente, unas pocas semanas más. En el futuro, se atribuiría cierto crédito,
y justificadamente, por la relativa paz con que la transición alemana, tan
rápida y peligrosa, fue completada. A
Gorbachov, en la reunión de Moscú a inicios de noviembre, le había prometido que
las manifestaciones antigubernamentales que tenían lugar constantemente en todas las ciudades de la RDA no serían
reprimidas violentamente por la policía.
Fue ese un cambio asombroso de tono y opinión en un hombre que solo unos
meses antes había descrito la masacre de Tiananmen como “una regulación normal
de los asuntos internos de China”. El 9
de octubre, cuando cien mil personas salieron a las calles de Leipzig gritando “¡Somos
el pueblo!”, las fuerzas de seguridad y el ejército, que estaban listos para
disparar, no lo hicieron, presuntamente porque Krenz convenció a Honecker de
que no debía permitirse que la manifestación terminara en matanza. Krenz
iría a la cárcel años después, condenado por su responsabilidad en la decisión
de disparar a matar contra los ciudadanos de la RDA que intentaban cruzar el
Muro. Alrededor de mil personas murieron
o fueron ejecutadas tratando de escapar al oeste durante los cuarenta años de
existencia de la RDA, pero Krenz fue condenado como responsable de solo cuatro
de esas muertes, y cumplió cuatro años de prisión.
Entrevistado por El País en el 2009, veinte
años después de la caída del Muro, Krenz declaró que su condena había sido
injusta, y, por haber sido hecha bajo las leyes de un Estado sin autoridad para
juzgar crímenes presuntamente cometidos en otro, también ilegal. “La historia me absolverá”, se ufanó.
Probablemente,
Krenz, que se ha negado rotundamente a abjurar de la RDA y del ideal
comunista, se pregunte, hasta el último, oscuro momento, si hubieran sido
diferentes la historia y sus consecuencias si él u otro hubiera intentado más tempranamente reformar aquel ruinoso estado carcelario, si Honecker hubiera sido destituido
meses, años antes, si se hubiera dado a la gente una pizca más de libertad, una
más de placer, una más de pan, si se hubiera matado solo un hombre o una mujer
menos de los que trataban de escapar, saltando, volando por encima del Muro. Es difícil imaginar que la RDA pudiera haber tenido
otro destino que desaparecer, ser abolida con contundencia, desmantelada
minuciosamente por sus propios ciudadanos, ladrillo a ladrillo, abuso por
abuso, mentira por mentira, pero a Egon Krenz, inevitablemente, le quedarán siempre
terribles, amargas dudas. ¿Cuál fue el momento en que ya nada podía ser
salvado, cuándo ya no hubo remedio, cuándo ya no se pudo impedir que todo se
viniera abajo?
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