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4 de febrero de 2011

Midan Tahrir

Allá van, otra vez, como si no estuvieran en absoluto agotados, aún después de defender Midan Tahrir, la plaza de la Liberación, durante dos largas noches en que las fuerzas del gobierno estuvieron a punto de arrebatársela.

Anoche, en las cancillerías de Europa y del Medio Oriente, en los estudios de CNN, de la BBC, de Al Jazeera, los expertos, los observadores diplomáticos, los corresponsales políticos, dudaban de que esos dos mil o tres mil defensores de Midan Tahrir pudieran resistir mucho más, heridos, hambrientos, extenuados, cercados por el odio brutal de sus oponentes, abandonados en la oscuridad por el Presidente Obama, las Naciones Unidas, la Liga Árabe y los ciudadanos de todo el mundo que se fueron a dormir tras escuchar las noticias de media noche, los últimos partes de esta revolución egipcia, incomprensible e impredecible, que sigue balanceándose, precariamente,  entre el triunfo y la derrota.
Pero llegó el amanecer, y Midan Tahrir estaba todavía en poder de la revolución. Los defensores de la plaza, ensangrentados, cubiertos de vendas, todavía con piedras en las manos, habían ganado otra noche para la causa de la libertad. Las hordas del gobierno eran las que estaban en retirada cuando el sol ascendió sobre el valle del Nilo, sobre la vasta desolación de El Cairo. El miércoles, cuando la plaza fue invadida por columnas de partidarios de Mubarak, parecía que la revolución estaba perdida, que no podría resistir el inesperado, cuidadosamente organizado contraataque del gobierno. Apenas unas horas antes, la multitud había celebrado, por anticipado, la victoria sobre Mubarak. En Midan Tahrir la muchedumbre cantaba y bailaba, como si el presidente hubiera ya aceptado su derrota y  se hubiera marchado, a toda prisa, a Alemania, a Francia o a Arabia Saudita. Cuando Mubarak finalmente apareció en televisión, al final del día, y anunció que no se marcharía hasta septiembre, la multitud se sintió profundamente agraviada.  El presidente se había burlado de la revolución, había desafiado a los que exigían nada menos que su inmediata renuncia.  La aparición de Barack Obama, en Washington, no sirvió de consuelo al gentío de Midan Tahrir. Obama elogió al pueblo egipcio, pero no exigió a Mubarak que se marchara. La revolución se había atascado, los políticos habían recuperado la iniciativa, en los salones diplomáticos se fraguaba una solución, se escribían notas llenas de grandilocuencia: “transición pacífica”, “estabilidad regional”, “diálogo representativo”. Muchos, cansados, resignados, aceptaron la propuesta de Mubarak. “Hemos ganado. Habrá elecciones en septiembre.   Es hora de volver a casa”, dijo una muchacha a la BBC. Quizás, si el gobierno no hubiera lanzado la ofensiva del miércoles contra Midan Tahrir, los últimos defensores de la plaza hubieran terminado por aceptar esa victoria a medias, amarga, falsa, se habrían marchado también a casa después de algunos días de solitaria indignación, llevándose la frágil promesa del presidente como único trofeo. Pero Mubarak y sus generales cometieron un error fatal, que podría todavía costarles el poder. Sus rufianes, armados con cuchillos y machetes, no pudieron tomar la plaza, fueron rechazados, a pedradas, a palos, a puñetazos, por unos pocos cientos de hombres que vieron claramente que aquella agresión era prueba suficiente de que el gobierno no tenía la menor intención de cambiar sus métodos y sus propósitos, ni de ceder un ápice de su poder. La batalla de Midan Tahrir, librada durante dos días y dos noches, parece, en este punto, haber concluido con  la victoria de los rebeldes sobre los leales a Mubarak.  Al amanecer del viernes, las fuerzas del gobierno se habían replegado hacia otros barrios de El Cairo. La revolución estaba otra vez en marcha.  Es, de nuevo, momento de exagerar. La victoria de los rebeldes en Midan Tahrir, si se confirma en los próximos días, tendrá tan prolongadas consecuencias en la historia de los pueblos árabes como la de Saladino sobre los cruzados en Jerusalén, o la caída de Constantinopla en 1453.    
En la plaza, ahora mismo, circulan los rumores. Los americanos, se dice, están tratando de llegar a un arreglo con Mubarak, para que se vaya cuanto antes, y el vicepresidente Suleiman tome el mando. “No queremos que los americanos decidan lo que hay que hacer en Egipto. Solo el pueblo egipcio puede decidir”, dice un hombre en Midan Tahrir a los corresponsales extranjeros. Corre la voz de que Mubarak ha cedido, ha aceptado renunciar a la presidencia, se marcha de Egipto. La multitud se eriza, hay gritos de alegría, abrazos.  Es un falso rumor, quizás propagado por un provocador.  Al finalizar la plegaria del viernes, decenas de miles de personas han ido a Midan Tahrir a pedir la salida del presidente, han marchado desde todas las mezquitas de El Cairo hasta este templo sin techo y sin columnas en el que el pueblo se hinca, fervorosamente, ante su propio altar, adora su propia imagen, canta una oración a su propia gloria. En Alejandría, dicen, hay una gran concentración frente a la mezquita Ibrahim, junto a la espléndida bahía en la que desembarcaron, siglos atrás, Alejandro y César. En Midan Tahrir, la multitud oye discursos, y canciones del Ruiseñor Abdel Halim Hafez, preciosa reliquia de otra época, de otra revolución, la de Nasser. La noche va cayendo, nadie sabe qué va a pasar, si la revolución tendrá que alargarse otro día, otra semana, si Mubarak sobrevivirá una madrugada más, y volverá a lanzar a sus facinerosos contra Midan Tharir. En la noche clara de El Cairo se escuchan disparos, aisladamente.  Se dice que en las calles cercanas a la plaza hay escaramuzas entre grupos aislados de rebeldes y bandas del gobierno. Pero en la plaza misma hay paz, este pequeño fragmento de Egipto, junto al Nilo, sigue siendo libre, la capital de un minúsculo país en el que Mubarak no manda. “¡Vete! ¡Vete!”, grita la multitud, y sus gritos se mezclan, en la oscuridad, con el melancólico canto de los muecines, “¡Allahu Akbar! ¡La ilaha illallah!” La voz de los muecines asciende al cielo desde los mil minaretes de El Cairo, desde la mezquita del Sultán Hassan, desde Al Rifa’i, desde Al Azhar, desde Al-Hussein, desde la pequeña Aqsunqur, la mezquita azul en Bab-El Wazir, desde la mezquita de alabastro de Mohamed Alí en la Ciudadela de Saladino, un himno de resoluta esperanza en la magnificencia y la generosidad de Dios. En la plaza, miles oran, se inclinan en la dirección de la Meca, la revolución cumple rigurosamente los rituales de la cotidianidad, hace a Dios cómplice. Políticos de distintas tendencias, de oscuro pasado, con imprecisas intenciones, vienen a Midan Tahrir a hablar a la multitud.  Amr Musa, secretario general de la Liga Árabe y ex ministro de Exteriores de Mubarak, ha estado hoy en la plaza y se ha dirigido a la gente. Musa le ha dicho a algunos reporteros que podría presentarse como candidato a presidente en las elecciones de septiembre, si Mubarak no se va antes.  A la revolución no le faltan candidatos a presidente, ahora que está a punto de triunfar. Mohamed Rafah Tahtawy, un representante de la Mezquita Al-Azhar, el más ilustre centro intelectual de los musulmanes sunitas, se ha unido a la multitud en Midan Tahrir, después de renunciar a su puesto. Pero Reuters reporta que Mohamed El-Baradei, el Premio Nobel de la Paz, el líder opositor que las cancillerías occidentales conocen más, no será candidato.  En el estudio de la BBC, en Londres, un representante de los Hermanos Musulmanes, el grupo que Washington teme se pueda hacer con el poder, afirma: “Estamos ansiosos por ver la libertad en Egipto”.  Un estudiante británico en El Cairo le informa a The Guardian que ha visto en su barrio a una milicia de rebeldes prepararse para defender su vecindario de un grupo de partidarios del gobierno, que están organizando un ataque en el otro extremo de la calle.  Los hombres están acumulando palos y piedras, y preparando cocteles Molotov.  La noche, llena de peligros, se va cerrando.  
La revolución de los egipcios, si llega a triunfar, será inevitablemente sucedida por la euforia, y después, por la decepción. A la caída de Mubarak seguirán, si la guerra civil es evitada, las componendas políticas, el reajuste y depuración de las clases dirigentes, y la instalación de una nueva aristocracia revolucionaria, única administradora de la memoria heroica de la nación, tribunal supremo frente al que serán llevados todos los que abiertamente confiesen su frustración o su desesperanza. Las revoluciones más impetuosas logran encontrar el camino hasta Versalles, hasta el Palacio de Invierno, hasta el Palacio Presidencial de La Habana, pero después, sin remedio, se pierden en el laberinto de la administración del poder, en la mezquina vulgaridad de la política, en la urgencia de sobrevivir, y en la vanidad insondable de sus líderes.   Un millón de personas pueden salir a la calle, gritar la palabra “libertad” hasta perder la voz, derribar a un tirano, pero no caben en el salón del Consejo de Ministros.  La multitud, en una revuelta, resume admirablemente en una frase, o dos, todas sus aspiraciones. “¡Todo el poder a los Soviets!”, gritaban los bolcheviques de Petrogrado en el otoño de 1917. “¡Islam, Islam, Jomeini, te seguimos!”, cantaba la multitud en Teherán en 1979. “Wir sind das Volk!”, gritaban los manifestantes en Leipzig, en 1989, “¡Somos el Pueblo!” “¡Abajo Batista!”, pintaban en las paredes de La Habana y de Santiago, arriesgando su vida, los rebeldes cubanos de 1958. En las tribunas, los líderes hacen promesas, recitan abracadabras, justicia, libertad, democracia, igualdad, tolerancia, derechos humanos, que el gentío escucha con igual devoción que  los fieles en una iglesia o una mezquita.  Las revoluciones son hechas con programas incompletos, llenos de espacios en blanco, se aplican con infinita dedicación a la rabiosa urgencia de derribar al ancien regime pero dejan el futuro vacío, serán los líderes, las pequeñas sectas de vencedores, las que lo llenen de decisiones, las que lo consuman, gota a gota, hasta no dejar nada, en la mediocridad burocrática del día a día. Casi sin remedio, las revoluciones serán traicionadas por sus propios líderes, liberadores convertidos en tiranos, Robespierre predicando el Terror en la Convención, Bolívar proclamándose  a sí mismo Dictador de la Gran Colombia, Lenin ordenando el asalto implacable a la guarnición de Kronstadt, Mao obligando a su pueblo a dar el Gran Salto Adelante. “La libertad”, dijo Lenin, “es preciosa. Tanto, que debe ser cuidadosamente racionada”. Las inflexibles fórmulas de lo posible o lo necesario en cada galopante instante de la historia, actúan fieramente contra el idealismo de la multitud, para la cual nada menos que toda la justicia, toda la libertad, y una medida imposible de prosperidad, es la recompensa por la sangre de sus mártires.  Los que marchan por las avenidas de cada revolución, los que asaltan Bastillas, los que ocupan los grandes anfiteatros de la historia, la Plaza Roja, la plaza de Wenceslao en Praga, Tiananmen, Midan Tahrir, siempre quieren más de lo que pueden conseguir, su sueño es tan poderoso como frágil, puede derribar al más feroz de los dictadores, pero será luego hecho pedazos en los ejercicios retóricos del poder, las palabras más subversivas serán vaciadas de sentido, trastocadas, disfrazadas de sí mismas, y devueltas al pueblo significando nada.  Al final de cada revolución, quedan, como restos, estatuas, pero no necesariamente más libertad que al inicio.  Y otra vez volverá la multitud a salir a la calle, marchará de nuevo en son de guerra, repetirá los mismos conjuros mágicos, en París, en Moscú, en Teherán, quizás, en algún punto del futuro, en La Habana, “¡Libertad!”, “¡Justicia!”, “¡Dignidad!”. “Las revoluciones”, dijo George Bernard Shaw con sarcasmo, “nunca han aliviado el peso de la tiranía. Solamente lo han pasado hacia el otro hombro”.

Sin embargo, “la historia, a veces, necesita un empujón”, dijo Lenin. Los zarrapastrosos de París que asaltaron la Bastilla en el verano de 1789, abrieron una época nueva en Occidente, aunque en 1814, cuando Luis XVIII restauró la monarquía borbónica en Francia, pareciera que la Revolución había sido definitivamente derrotada. Los obreros y soldados de San Petersburgo que derribaron a Nicolás II en febrero de 1917, y a Alexander Kerensky unos meses más tarde, vieron cómo el estado proletario que habían querido fundar se convertía en una gigantesca prisión, en un vasto gulag, pero sus acciones, su simplísimo, formidable, descabellado plan para crear una sociedad de iguales, sigue, casi un siglo después, sirviendo de acusación contra la penosa, injustificada, injustificable desigualdad del presente. Incluso las revoluciones en apariencia fallidas, la de los berlineses en 1953, la de los húngaros en 1956,  la de los estudiantes de Beijing en 1989, la de los iraníes en 2009, han continuado, o continuaron, socavando subterráneamente la legitimidad moral de los presuntos vencedores, desmontando la estructura mecánica del miedo, haciendo imposibles alternativas distintas al fin de los regímenes opresores. Y si no fuera así, solo como acto superior de justicia, de reparación de agravios, de incontestable repudio contra la tiranía, la revolución estaría justificada. Quizás los rebeldes de Midan Tahrir no esperan más del futuro que la ausencia de esa pesada, ya insufrible sombra, Mubarak. Seguramente, la postrer humillación del presidente, el precipitado, caótico fin de su largo reinado, no es castigo proporcional a sus crímenes, pero es todo lo que, siendo realistas, los rebeldes pueden todavía conseguir. Quizás esa sea, para el pueblo egipcio, reparación suficiente, causa y premio adecuados para una revolución. Esta noche, miles de personas están aún en Midan Tahrir, custodiando el único palmo de tierra que le han arrebatado al gobierno.  En la ciudad, grupos leales a Mubarak rondan por los vecindarios, aterrorizando a los sospechosos de simpatizar con los rebeldes. En las cancillerías continúan las reuniones, los expertos siguen haciendo inútiles pronósticos en los estudios de televisión.  Barack Obama ha vuelto a aparecer, diciendo poco, o nada. La batalla por la plaza, y por el futuro de Egipto, podría recomenzar, violentamente, esta misma madrugada. No es posible no sentir la más fervorosa simpatía, y una honda gratitud, por esos hombres y mujeres de Midan Tahrir, cuya furiosa resistencia es, en sí misma, un triunfo sobre Mubarak, y sobre nuestro propio amargo, estéril escepticismo.

10 comentarios:

  1. A las revoluciones les falta siempre el cálculo, la frialdad con que, desde el poder, se mueven los peones del futuro. Con sueños, pero sin programas, están condenadas a caer una y otra vez en las fauces del mismo perro disfrazado.

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  2. Entonces no hay más remedio que la revolución caótica una y otra vez

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  3. Las revoluciones son orgasmicas, caoticas, sudadas y sangreadas..cuando se termina eso, llega el reposo, el cigarrito, la musiquita y a mirar al techo para pensar en como colocar las fichas y buscar de que lado del colchon se duerme mejor, se quedan en el recuerdo, por mas que parezca que siguen ahi...

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  4. Nos pasó también a nosotros en el 94... la mitad de los habaneros tomaron las calles de centro habana y la habana vieja. Con calderos, palos y piedras.... y se prometieron cambios!!! y se abrieron las fronteras Y MURIERON MUCHOSSSS INTENTADO SALIR.... y muchos años después.... SEGUIMOS INTENTANDO SALIR Y DEJAR ATRÁS TODO.... no hay cigarritos, no hay música.... NO HAY VICTORIA.... fustración y muertes en vano... es un panorama desolador el de egipto, como lo fue el de cuba después de nuestra pequeña revolución sofocada por camiones del blas roca calderio.... TRISTE FINAL PARA AQUELLOS QUE HAN MUERTO EN EL INTENTO DE CAMBIAR SU REALIDAD EN EGIPTO. a ellos mis debidos respetos.

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  5. aunque me resista, obstinadamente, debo reconocer que comparto "nuestro propio amargo, estéril escepticismo"... (a veces mezclado con un un obstinado, infantil, paralizado, (des)esperanzador idealismo)

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  6. Yo pienso que en Cuba no hemos tenido nada parecido a lo que ocurre hoy en Egipto y en Túnez. Las causas son incontables. Moubarak y el otro no poseían ni 1/1000 de la influencia que conservan aún los "padres de la Revolución cubana" sobre una parte no desdeñable de la población de la isla. Que nadie espere un efecto dominó. Entre África del Norte y Cuba extiende ancho sus aguas el Atlántico.

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  7. Dos datos interesantes, tomados de Gallup. En Egipto, el porcentaje de personas "prosperando", cayó al 11 % en el 2010 (había sido del 25 % en 2007). En Túnez, cayó al 14 % en 2010 (era del 24 % en 2008). En Egipto, el bienestar de todos los grupos sociales decayó en los últimos años, con la excepción del 20 % más rico.

    Otro estudio de Gallup indica que el número de jóvenes egipcios que creían en 2010 que sus líderes los ayudaban a desarrollar todo su potencial, disminuyó 10 % (del 39 % al 29 %) entre el 2009 y el 2010. Menos de 3 de cada diez muchachos entre 15 y 29 años creen que puedan desarrollar su potencial en Egipto. Esos muchachos, previsiblemente, están en este mismo instante en Midan Tharir.

    Cuba, quizás, tenga cifras similares en esos indicadores. Pero las diferencias entre Cuba y esos dos países del Norte de África son enormes: aquellas son sociedades más abiertas y dinámicas, más modernas tecnológicamente, mejor conectadas a los sistemas globales de información, y con sistemas políticos que, aún siendo autoritarios, toleraban cierto grado de disenso fuera de los círculos del partido gobernante.

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  8. Seguramente en la isla han hecho sondeos al respecto. Hace algún tiempo escuché sobre uno encargado al Centro de Estudios de la Juventud, cuyos resultados preocuparon a las altas esferas. A un número creciente de jóvenes les importaba poco o nada la política.
    Pero no me atrevería a afirmar que el apoyo, más o menos consciente, de cierto sector de la juventud al viejo liderazgo de la Revolución sea tan exiguo como 30 por ciento. La Habana no es Cuba y el mundillo universitario no es la vida real. Además, otros resortes mueven aquí el respaldo al gobierno y lo movilizan. A veces basta con agitar el fantasma de Estados Unidos.
    El acceso a la información sigue estando muy controlado. Ahora llegó el famoso cable de fibra óptica. ¿Una papa caliente?

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  9. Espectacular artículo. Te felicito por toda la información que copilas. Es increíble que una persona que, tal vez, no conoce ese mundo islámico y su historia, pueda dominar de tal manera un tema tan complejo. Gracias desde Amman carlos de Urabá.

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  10. Gracias, Carlos. Imagino que desde Amman seguiste los acontecimientos en El Cairo muy de cerca: en Amman ha habido también manifestaciones durante varias semanas, aunque, por supuesto, más pacíficas y conciliadoras que las de El Cairo. El artículo lo escribí cuando Mubarak se resistía todavía a dejar el poder: al final, los manifestantes de Midan Tahrir se salieron con la suya.

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