Páginas

25 de marzo de 2011

Todo fluye, nada cambia

Mijaíl Suslov, uno de los más poderosos miembros del Politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética, miró con desdén al escuálido escritor. Vasily Grossman, ardiendo por la fiebre y la rabia, escuchó el veredicto. Vida y Destino, dijo Suslov, era un libro todavía más peligroso que Doctor Zhivago, la gran novela de Boris Pasternak que había valido a su autor el Premio Nobel de Literatura tres años antes.

Suslov admitió que no había leído Vida y Destino, un imponente manuscrito de más de setecientas páginas, pero había examinado con fina atención las evaluaciones preparadas por los censores del Partido. “¿Por qué debemos añadir este libro a las bombas atómicas que nuestros enemigos preparan para lanzar sobre nosotros”, preguntó. “Por qué debemos publicar este libro y comenzar una discusión sobre si alguien necesita a la Unión Soviética?” Entre los dos hombres hubo un momento de ríspido silencio. “Vasily Semionovich”, añadió Suslov, cruelmente, “Vida y Destino no será publicada hasta dentro de doscientos o trescientos años”.    

Antes de acudir a Suslov, Grossman había escrito a Jruschov, en vano.  “Le pido que devuelva la libertad a mi libro.  Pido que mi libro sea discutido con editores, no con agentes de la KGB.  De qué me sirve estar en libertad, si el libro al que he dedicado mi vida ha sido arrestado…  No renuncio a él, reclamo la libertad para mi libro”.  El manuscrito de Vida y Destino había sido en efecto secuestrado por agentes de la KGB, que irrumpieron en el apartamento de Grossman en febrero de 1961 y confiscaron todas las copias del texto que pudieron encontrar, así como las libretas de notas del autor y hasta la cinta de la máquina de escribir. Grossman había comenzado a escribir su obra maestra poco después de la muerte de Stalin en 1953, y la había enviado a dos revistas, Znamya y Novy Mir, en octubre de 1960. Vida y Destino era la continuación, y el sorprendente reverso, de Por una Causa Justa, una novela sobre la batalla de Stalingrado escrita dentro de la tradición y las reglas del realismo socialista. A pesar del talento y el esmero de su autor, y de su formidable argumento, Por una Causa Justa había sido muy mal recibida.  Pravda la había condenado por no hacer suficiente énfasis en el rol del Partido Comunista en la gloriosa victoria soviética en el Volga. Hasta Boris Pasternak halló la novela tan decepcionante que culpó a Grossman del ataque cardíaco que sufrió poco después de leerla. Que Grossman fuera judío fue un inconveniente adicional.  El autor de Vida y Destino había nacido con el nombre Iosif Solomonovich en Berdichev, Ucrania, en 1905, el año en que Rusia fue derrotada en su desatinada guerra contra Japón y fue sacudida por una vasta revolución, anticipo y prólogo de las de 1917.  “¿A quién le habéis pedido que escriba sobre Stalingrado?”, bramó Mijaíl Sholojov, y todo el mundo entendió que el autor de Campos Roturados insinuaba que Grossman, que había sido un brillante corresponsal de guerra y había marchado con el Ejército Rojo desde el Volga hasta Berlín, no era suficientemente ruso para escribir la novela definitiva sobre la batalla que había decidido la suerte de la Unión Soviética. 
Vasily Grossman en Berlín, 1945.
En aquellos días, Stalin había lanzado una furibunda cruzada antisemita en represalia por la llamada Conspiración de los Doctores, un supuesto complot de médicos judíos para asesinar a los líderes soviéticos y sus aliados comunistas del extranjero. Grossman no fue perseguido, pero fue conminado a atender una reunión urgente de prominentes artistas e intelectuales soviéticos de origen judío. En su camino a la reunión, hizo una escala en la redacción de Novy Mir para cantarle las cuarenta a Alexander Tvardovsky, el editor de la revista, quien había sido obligado a disculparse por haber publicado, en forma serializada, Por una Causa Justa. Tvardovsky, contó el propio Grossman, escuchó los insultos del escritor hasta que, agotada su paciencia, estalló: “Tú todavía no te das cuenta de lo que pasa. Ve a tu reunión, allí te lo explicarán”.  En la reunión, Grossman fue convencido de firmar una carta de condena a los doctores judíos presuntamente implicados en la conspiración, y pidiendo castigos severos. Algunos intelectuales, artistas y figuras públicas se negaron a firmar la carta, entre ellos los escritores Iliá Erenburg y Veniamin Kaverin. La carta no llegó a publicarse, pero Grossman, quizás espantado por lo que había hecho, o temiendo por su propia seguridad, huyó al campo con su amigo Semión Lipkin, un poeta y traductor. Aquel invierno, inesperadamente, murió Stalin. Jruschov se hizo con el poder, Beria, el omnipotente jefe de la policía secreta, fue fusilado, y comenzó la lenta, confusa desestalinización, un período de reajuste político al que le dio título y carácter una novela de Erenburg, El Deshielo. Grossman comenzó a escribir Vida y Destino, una novela creada en el gigantesco modelo tolstoyano de La Guerra y la Paz, la historia de una familia, los Shaposhnikov, y otros trágicos personajes atrapados en la guerra entre dos monstruosos regímenes totalitarios, el de Stalin y el de Hitler. “Cuando nos miramos el uno al otro a la cara”, dice en la novela un oficial nazi a un prisionero soviético en un campo de concentración, “no solo vemos un rostro odiado, vemos nuestro propio reflejo, como en un espejo”. Suslov, inevitablemente, condenó Vida y Destino a muerte, a no ser leída jamás.  

Pero el siniestro mandarín soviético ignoraba en aquel momento dos hechos, que impedirían que su malévola profecía se cumpliera. El primero, la KGB no había destruido todas las copias de Vida y Destino. Quedaba una, que Grossman había dado a su amigo Lipkin para que aconsejara qué secciones particularmente subversivas debían ser editadas con el fin de que el libro aprobara el examen de los censores. Aterrado, pero convencido del valor de la obra de su amigo, Lipkin ocultó el manuscrito de Vida y Destino durante largos años, bajo Jruschov y bajo Brezhnev, hasta que en 1974, una década después de la muerte de Grossman, se las ingenió para producir un microfilme del texto con la ayuda del escritor Vladimir Voinivich y el físico nuclear Andrei Sajarov, una empresa delicadísima, ejecutada con vaticana cautela para evitar las sospechas de la policía secreta, que los tenía a los tres bajo vigilancia.   Voinivich, con mucha maña, logró sacar el filme de la Unión Soviética. La primera edición en ruso de la novela apareció en Suiza en 1980, 19 años después del dictamen de Suslov. A mitad de esa década Vida y Destino fue traducida al inglés y otras lenguas, y finalmente, en 1988, la novela fue publicada en la Unión Soviética, en plena glásnost gorbachoviana. El otro hecho que Suslov ignoraba era que Grossman había estado trabajando en otra novela, un relato aún más devastador que Vida y Destino. Ese libro, Todo Fluye, consumió las últimas fuerzas del escritor, que murió de cáncer de estómago en un hospital de Moscú el 14 de septiembre de 1964, a los 58 años. El manuscrito de Todo Fluye, un texto escrito con cólera, y la irremediable impaciencia de quien tiene el tiempo contado, quedó en el escritorio de Grossman, incompleto, sin corregir. De allí lo tomó Olga Mijailovna, la viuda del escritor, para dárselo a la hija de Grossman, Ekaterina, de un matrimonio anterior, cuando esta inquirió por la novela que, le habían dicho algunos amigos, su padre había escrito antes de morir, y era aún menos conciliadora con el régimen soviético que Vida y Destino. Ekaterina Korotkova-Grossman y su esposo leyeron la novela en la sala de Olga Mijailovna, durante varias tardes y noches. “Me quedé estupefacta”, contaría la hija de Grossman muchos años después, en una nota escrita para la nueva traducción al inglés realizada por Robert y Elizabeth Chandler, publicada en Londres en el 2010 por la casa Harvill Secker.   
Everything Flows (Todo Fluye),  Harvill Secker, 2010.
La novela que Korotkova-Grossman leyó iba mucho más allá de una condena de los crímenes de Stalin, algo que el propio Jruschov había hecho en su famoso Informe Secreto en el XX Congreso del PCUS en 1956. Las últimas páginas que Grossman escribió en su vida eran un examen severísimo no solo de Stalin, sino también de Lenin, deidad suprema del Olimpo soviético, y de los propios fundamentos del sistema que aquellos dos hombres habían creado.  Agonizando, Grossman pintó un terrible cuadro del estado de Rusia, justo en el momento en que Jruschov era derrocado por Brezhnev y el presunto deshielo mordazmente comentado por Erenburg daba paso a otra época de estancamiento: “El Estado sin libertad, el Estado construido por Stalin, aún vive. El aparato del poder  -la industria pesada, las fuerzas armadas, los órganos de la Seguridad-  están todavía bajo el control del Partido. La tiranía todavía reina, imperturbable, desde el Océano Pacífico hasta los Mares Blanco y Negro. La hipocresía penetra todos los aspectos de la vida. Hay todavía el mismo sistema de elecciones; los sindicatos están tan encadenados como antes; los campesinos aún no tienen pasaportes internos, no tienen siquiera la libertad de viajar; la intelectualidad de un gran país -todavía capaz de producir obras talentosas- está confinada al cuarto de los criados, desde donde se puede escuchar su murmullo. Gobernar es todavía entendido como un asunto de impartir órdenes, apretar botones, y el poder del supremo controlador es todavía ilimitado”. Incluso en época de Gorbachov, Todo Fluye, que había sido publicada en Occidente a inicios de los 70, encontró dificultades, y apareció solo después de Vida y Destino y otros cuentos y artículos de Grossman hasta entonces inéditos en Rusia. Los editores parecían más interesados en relatos sobre los campos de trabajo forzado, los inimaginables gulags, de los cuales la prensa de la glásnost parecía no saciarse nunca, pero la hija de Grossman estaba más interesada en publicar primero, como anticipo de la novela, dos feroces capítulos sobre la hambruna de 1932 en Ucrania, el Holodomor, uno de los más horrorosos episodios de la historia del siglo XX, en el que pueden haber muerto hasta 7 millones de personas. Esas páginas, que Korotkova-Grossman considera las más poderosas de toda la obra de su padre, son, en verdad, excepcionales por su simple, cruda descripción de algo que solo puede nombrarse, en pobre español, como el mal. Una revista llamada La Familia aceptó finalmente publicar esos dos capítulos, aunque editando, para disgusto de la hija del escritor, un fragmento esencial, la pequeña historia de una familia asesinada por el hambre en el profundo invierno ucraniano, una anécdota escalofriante que cualquier edición reciente del libro contiene.

Todo Fluye fue escrita en una escala narrativa mucho menor que Vida y Destino, su protagonista no atraviesa un gran retablo histórico como la Gran Guerra Patria, sino las cavernas de su propia conciencia. Iván Grigorievich regresa a Moscú, en pleno deshielo jruschoviano, tras pasar casi treinta años de exilio y trabajos forzados en los gulags de Stalin. Lo habían desterrado a Kazajstán siendo muy joven, tras haberse enredado en una discusión con su profesor de materialismo dialéctico en la universidad. “Había declarado que la libertad es un bien tan valioso como la vida misma, que cualquier limitación de la libertad mutila a una persona de la misma forma que un hacha que corta un dedo o una oreja, y que la aniquilación de la libertad es equivalente a la muerte”. Pero, Stalin muerto, Iván llega, libre, a Moscú, y visita a su primo Nikolai Andreievich, un biólogo que ha logrado, con modestia casi indistinguible de la cobardía, sobrevivir y hacer carrera como investigador en un famoso instituto científico, y tiene incluso la esperanza de ser elevado a la Academia de Ciencias. Nikolai está consciente de su propia, honda mediocridad, pero aún tiene el consuelo de considerarse un hombre honesto.   Cuando sus colegas más brillantes, judíos, a los que envidia y desprecia, son despedidos del instituto, denunciados por su “servilismo hacia Occidente”, Nikolai muestra, atrevidamente, solidaridad, visita a uno, envía libros a otro, deportado a los Urales. Pero aprovecha las circunstancias, ocupa el lugar prominente que había correspondido hasta entonces a sus colegas más talentosos, ahora en desgracia,  y cuando habla en público, desliza en sus discursos algunas palabras sobre la necesidad de “mantener la vigilancia”. En ese punto, enero de 1953, Nikolai lee en Pravda un artículo denunciando la Conspiración de los Doctores. La persecución de los judíos, que había empezado realmente antes de la guerra, se vuelve aún más violenta. La supuesta conspiración había sido denunciada inicialmente por el viceministro de la Seguridad del Estado, Mijaíl Riumin, quien apresó y torturó hasta la muerte al doctor judío Yakov Etinger, acusado de haber cometido errores intencionales en el tratamiento de dos difuntos líderes soviéticos, Alexander Scherbakov y Andrei Zhdanov. Stalin, que sentía acercarse su propio final y había escuchado de su médico personal, Vladimir Vinogradov, un dictamen equivalente a un acto de insubordinación, retiro absoluto, descanso total, prestó oídos a la denuncia del infame Riumin, y ordenó una investigación meticulosa, el arresto y tortura de cientos de médicos y otros profesionales judíos, incluyendo al infortunado Vinogradov. “El pueblo soviético”, chilló Pravda, “con ira e indignación denuncia a esta banda de criminales y sus amos extranjeros. En cuanto a estos despreciables mercenarios, comprados con dólares y libras esterlinas, el pueblo los aplastará como a odiosos gusanos”.   Nikolai Andreievich, el personaje de Grossman, se siente “preocupado y ansioso”, por la suerte de los doctores, corren rumores de que serán juzgados y ejecutados públicamente en la Plaza Roja. Habrá pogromos a lo largo de toda Rusia, dicen los chismosos en la calle, los judíos serán deportados a los confines más brutales de Siberia. Y eso hubiera quizás ocurrido, si Stalin no hubiera cometido su único, fatal error, morirse. “Su muerte fue como una invasión, una inesperada intromisión en este gran sistema de entusiasmo mecanizado, de ira popular cuidadosamente planeada, de amor popular organizado meticulosamente por los comités del Partido (…) La muerte de Stalin no fue parte de ningún plan;  murió sin recibir instrucciones de ninguna autoridad superior. Stalin murió sin recibir la orden personal del Camarada Stalin. En la azarosa libertad de la muerte había algo explosivo, algo hostil a la esencia más profunda del Estado Soviético. La confusión se adueñó de las mentes y los corazones”. Y tras la muerte de Stalin, Nikolai Grigorievich recibe otra noticia, casi tan pasmosa: “¡Masha”, le grita a su mujer, “los doctores son inocentes! ¡Masha, fueron torturados!”
El funeral de Stalin, 9 de marzo de 1953.
En esas páginas iniciales de Todo Fluye, Iván y Nikolai aparecen como dos arquetípicas figuras del totalitarismo, el hombre cuya vida ha sido meticulosamente destruida, su carrera interrumpida, su juventud cancelada, su familia concluida, su propia existencia reducida a un número en la lista de prisioneros, a un catre inmundo en una barraca, y aquel otro que, sin sufrir desgracias tan grandes, incluso beneficiándose ocasionalmente de la gracia del poder, recibiendo sus premios pero sin corromperse mucho, sin causar demasiado daño a los demás, sin cometer un excesivo número de atrocidades, se las arregla para salir ileso, o bastante, para llegar al final, al último día, casi entero, aunque el método de hacerlo sea creer lo increíble, aceptar lo inaceptable, justificar lo injustificable, ver lo que nadie en su sano juicio podría ver, y no ver lo que cualquiera que quisiera ver, vería. Nikolai, hasta que la verdad es revelada, cree en las confesiones de los doctores, arrancadas a golpes, y piensa que, “probablemente, Stalin no sabe nada” de lo que está ocurriendo.  “Si los doctores no son culpables”, se dice a sí mismo, “son los líderes del Estado socialista los que son criminales”. El encuentro entre los dos hombres, Iván y Nikolai, pese a la buena voluntad de ambos, sale mal.  Nikolai “quería decirle a su primo, ‘Vanya, Vanechka, sé que esto sonará como una locura, pero yo te envidio, yo te envidio porque no tuviste que firmar esas viles cartas allá en tu terrible campo.  Nunca votaste por la ejecución de personas inocentes, no tuviste que pronunciar indignos discursos…’” Pero en lugar de ello, Nikolai trata de justificarse, probar que también él ha sido una víctima.  “He pasado por muchas tribulaciones”, dice a su primo, “he vivido una época difícil, hostil. Por supuesto que no hablé alto y claro (…) Yo no traté de denunciar a Beria, o los errores de Stalin. Pero ni siquiera tiene sentido imaginarse esas cosas”. Iván, mirando a Nikolai fijamente, hace una pregunta que parece dirigida no al otro personaje, sino al autor, a Grossman: “¿Y tú? ¿Tú firmaste la carta condenando a los doctores?”  Nikolai trata de defenderse:   “Amigo mío, mi querido amigo, no fue solo en los campos de trabajo que la gente padeció. Nuestras vidas también han sido difíciles”. Pero Iván, infinitamente cansado, lo corta: “¡No te estoy juzgando! No te juzgo, ni a ti ni a nadie. ¡Por Dios santo!  No, no… ¿Cómo podría? Cualquier cosa menos eso…” Esa noche, los dos hombres se despiden, se separan, quizás para no volverse a ver más.  

En las últimas páginas de la novela, Iván Grigorievich repasa su vida, y viéndola, casi ya entera, tras él, “no siente resentimiento hacia nadie”. Pero la pregunta de por qué ha sido, esa vida suya, tan dura, no tiene aún respuesta aceptable.  Grossman, en los entresijos de la agonía, quizás se dijera, como postrer consuelo, lo mismo que Iván, que aunque nadie nunca fuera a leer sus libros, “la gente era gente, eran seres humanos. Y lo maravilloso es que, voluntaria o involuntariamente, ellos no dejan que la libertad muera.  En sus terribles, deformes, pero aún humanas almas, incluso los más viles buscan la libertad, y la mantienen viva”. Iván mira el lugar donde estuvo la casa de su padre, de la que solo quedan unas piedras, brillando entre la hierba quemada por el sol. “Allí se detuvo –el pelo gris, los hombros encorvados, pero el mismo de siempre, no cambiado”.  Los lectores ingleses se han beneficiado en el 2010 por varias ediciones sucesivas de obras de Grossman, no solo esta nueva traducción de Todo Fluye, sino también Vida y Destino, publicada por Vintage, y El Camino: Cuentos y Ensayos, de Maclehose Press. Cada vez que un lector, casi distraídamente, y sin pensarlo mucho, comienza a leer cualquiera de esos libros, Mijaíl Suslov, ya casi completamente olvidado, se revuelve en su tumba, junto a la Muralla del Kremlin.

6 comentarios:

  1. cualquier... ¿es pura...?

    ResponderEliminar
  2. Como siempre, hace usted que los sábados sean diferentes. Sus crónicas son siempre geniales. Muchas gracias profe!!!!!!!!!!!!!!!!!!

    ResponderEliminar
  3. estoy hospedandome en un alquiler temporario en buenos aires y quería saber si podía comprar ese libro en alguna librería de aquí..

    ResponderEliminar
  4. El Atlántico funciona como un espejo... o es que siempre busco a Cuba en tus líneas más presuntamente ajenas.

    ResponderEliminar
  5. Excelente ensayo. Agradezco al Sr J.O. Pérez por hacerme conocer la obra de Grossman.
    Espero que sus obras estén todas traducidas al español.

    Saludos, Angel Savón

    ResponderEliminar