El
Ministerio de Defensa del Reino Unido está genuinamente alarmado por la
posibilidad de que Escocia se declare independiente el año que viene. No tanto porque vaya a necesitar,
particularmente, la colaboración de los bravíos regimientos escoceses en nuevas
aventuras imperiales en el Medio Oriente o en el sur del Atlántico, o porque
tema que el indefenso norte de la isla caiga en manos de los malvados noruegos
o de los feroces islandeses, sino porque la administración nacionalista de
Edimburgo, que preside el exuberante Alex Salmond, ha prometido que si Escocia
se separa de Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte después del referendo del
2014, obligará al gobierno de Londres a retirar de la base naval de Faslane, en
Gare Loch, los misiles nucleares Trident que Downing Street, veinticuatro años
después del fin de la Guerra Fría, aún considera imprescindibles para su propia
protección y el equilibrio mundial.
Las más
recientes encuestas indican que una contundente mayoría de los escoceses votaría
en contra de la independencia si el referendo tuviera lugar hoy mismo, pero los
jefes militares de Londres, de todas maneras, han comenzado a maniobrar
silenciosamente para conseguir que los misiles, y los submarinos que los
portan, se queden donde están ahora. El plan consistiría en obligar al nuevo estado soberano de Escocia a
pagar una abultada compensación por el forzado traslado de los submarinos a una
nueva base en Inglaterra. Cuando
Edimburgo admita que no tiene semejante cantidad de dinero, Londres propondría
la designación de Faslane como un territorio británico soberano, sobre el que
Escocia no tendría autoridad, como Chipre no la tiene sobre las bases aéreas de
Akrotiri y Dhekelia. La idea del Ministerio de Defensa británico de
arrebatar a los vecinos del norte un pedazo de su territorio, revelada
por The Guardian, provocó la
áspera indignación de los nacionalistas escoceses, enemigos mortales de los
Conservadores que gobiernan en Westminster. La viceprimera ministra de Escocia, Nicola Sturgeon, dijo que las armas nucleares británicas
estacionadas en Faslane eran “inmorales” e “innecesarias”, y que Londres se
estaba comportando como un rufián. Espantado ante la posibilidad de que las
revelaciones de The Guardian
sirvieran para reanimar la campaña independentista, Downing Street salió de
inmediato a desmentir que existiera tal plan, y aseguró que el Primer Ministro, David
Cameron, jamás lo aprobaría si llegara a sus manos. “No
es una idea sensible, ni creíble”, dijo un portavoz de Mr Cameron. Pero nadie, ni en Edimburgo ni en Londres,
duda de que el plan sea real. “La idea
de las bases soberanas es una opción. Es
una idea interesante”, le dijo una fuente del Ministerio de Defensa a la BBC.
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Escoceses |
Qué
calamidad. Tan solo hace unos días, el
domingo pasado, estaba David Cameron en el Central Court de Wimbledon
celebrando la victoria de Andy Murray sobre Novak Djokovic. Era la primera vez que un tenista británico
ganaba el campeonato de hombres de Wimbledon desde 1936, cuando Fred Perry
venció a al alemán Gottfried Von Cramm en tres sets. Cameron decidió ir al All England Club, en el
sur de Londres, a ver el partido final entre Murray y Djokovic, a pesar de que
si el tenista escocés hubiera perdido,
los periódicos, medio en broma y medio en serio, hubieran achacado su
derrota a la presencia del impopular Primer Ministro. Durante las Olimpiadas de Londres, el año
pasado, los tabloides notaron en los primeros días de competencia que cada vez
que Cameron asomaba la nariz en un estadio, los deportistas británicos perdían
ignominiosamente. Tom Daley, uno de los favoritos del público, y
su compañero, Peter Waterfield, terminaron cuartos en los saltos sincronizados
del trampolín de diez metros, ante la mirada atónita del Primer Ministro. El gran ciclista Mark Cavendish, uno de los
más formidables velocistas en la historia de su deporte, terminó en el puesto
29 en la ruta de Londres 2012, y Cameron, que presenció su humillación, cargó, bastante
injustamente, con parte de la culpa.
Junto con el presidente de Rusia, Vladimir Putin, que estaba de visita,
Cameron acudió a ver el judo, y tuvo que soportar que, mientras un
competidor ruso ganaba la medalla de oro en los 100 kg, en la final de los 78 kg, una británica, Gemma
Gibbons, era derrotada. Tan evidente era la llamada “maldición
de Cameron”, que cuando el Primer Ministro se presentó en el velódromo, fue
abucheado por los espectadores, aunque probablemente el repudio popular no
estuviera exclusivamente relacionado con decepciones deportivas. En
los finales de la Olimpiada, Cameron tuvo mejor suerte, y estuvo presente en
algunas rotundas victorias británicas, entre ellas, la del titánico ciclista Chris Hoy y
sus compañeros en la carrera de velocidad por equipos. A Wimbledon, el primer ministro no se acercó
durante las Olimpiadas, sabiamente, pues lo había hecho solo unas semanas
antes, para ver la final del campeonato del 2012 entre Murray y Roger Federer, y
vio al suizo aniquilar al héroe local. Murray, sin la sombra de Cameron, ganó el
campeonato olímpico. Si Djokovic hubiera
vencido a Murray el domingo pasado, los tabloides de Londres habrían pedido la
dimisión del Primer Ministro, o al menos, su solemne promesa de no asistir
nunca más a un torneo deportivo donde un británico tuviera la más remota
oportunidad de triunfar. Murray venció
a Djokovic abultadamente, tres sets a cero, y el Primer Ministro dio saltos en
su palco, alzó los brazos en triunfo, y lanzó algunos grititos
patrióticos. Desafortunadamente para
él, a su lado en la tribuna estaba Alex Salmond. Al final del partido, cuando las cámaras de
la BBC enfocaban al eufórico Cameron, Salmond desplegó, a espaldas del Primer
Ministro, la bandera azul y blanca de Escocia.
No está
claro si Murray apoya o no la independencia escocesa. Cameron
parece creer que, cuando menos, el campeón de Wimbledon evitará opinar a favor
o en contra de la fractura del Reino Unido.
Murray, de momento, se ha
limitado a decir que el dilema de la independencia no debe ser decidido
emocionalmente, sino atendiendo “a lo que sea económicamente mejor para Escocia”. Cuando ganó el año pasado el campeonato
olímpico, Murray se cubrió, galantemente, con la bandera del Reino Unido, no
con la de Escocia. Pero sus sentimientos
hacia Inglaterra no deben ser muy distintos, en el fondo, de los del resto de
sus gruñones compatriotas, incluso de aquellos que, aún detestando a sus
vecinos del sur, preferirían mantener la unión por estrictas razones económicas. En
el 2006, el entonces muy joven y torpe Murray declaró que, en el campeonato
mundial de fútbol, apoyaría a cualquier equipo menos al inglés. En el 2010, cuando le avisaron que la Reina
Isabel II presenciaría un partido en Wimbledon, Murray dijo que quizás no se
inclinaría ante ella, como manda el protocolo. En años más recientes,
notablemente, se ha abstenido de hacer comentarios tan ofensivos, y por lo
general, no habla más que de tenis. David
Cameron, sin embargo, está dispuesto a sacar tanto beneficio político de esta
victoria como lo hizo, brevemente, de los Juegos Olímpicos. Descaradamente, después del triunfo de
Murray, el Primer Ministro sugirió que el campeón debería ser convertido en
caballero del reino, y ser llamado en lo adelante Sir Andy a pesar de sus
fragantes 26 años, algo que suena rematadamente ridículo a cualquiera con un poco
de seso, incluyendo al presunto beneficiario, quien, aunque admitió que sería
agradable recibir tal título algún día, no sabía si ganar Wimbledon era
suficiente para merecerlo. El público
inglés, como el Primer Ministro, está también dispuesto a arrebatar a Escocia
la gloria de Murray. Antes de la final
de Wimbledon, una
encuesta de YouGov indicó que 52% de los ingleses veían a Murray
esencialmente como escocés, y solo 36% como británico. Después de la victoria sobre Djokovic, los
números fueron graciosamente invertidos, 48% de los ingleses dijeron considerar
a Murray un verdadero británico, y 41 % como, apenas, un escocés.
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Andy Murray |
Es
fácil imaginar que, puestos a escoger, los ingleses preferirían perder la base
naval de Faslane que la corona de Wimbledon. Sucesivas encuestas, a lo largo de
la última década, han mostrado que la mayoría de los británicos, ingleses o
no, se oponen a que el gobierno invierta billones de libras en el programa de
reemplazo y modernización de los misiles Trident. Si Escocia se independizara, lo que quede
del Reino Unido no tendría un solo tenista que pudiera llegar, ya no al último
partido de Wimbledon, siquiera a cuartos de final. No sería extraño que Murray, o Sir Andy, si
ya lo fuera, recibiera una oferta de doble ciudadanía. El patriotismo es, en verdad, una noción muy
difusa, que los pueblos y sus líderes ajustan muy oportunistamente a sus
circunstancias, deseos y necesidades. Después de perder con Fred Perry la final de Wimbledon en 1936, y un
partido crucial de la Copa Davis al año siguiente, el alemán Von Cramm, que
hasta entonces había sido exhibido por los nazis como ejemplo de excelencia
aria, fue enviado a la cárcel por Hitler, acusado de haber tenido una relación homosexual
con un actor judío, y más tarde, después de ser liberado, trataron de impedir que
continuara representando a su país en competencias internacionales. A
Martina Navratilova, la más grande tenista de la historia, más grande que
Federer, más grande que Sampras, nueve veces campeona en Wimbledon, las
autoridades de su natal Checoslovaquia la despojaron de su ciudadanía en 1975, cuando
la terca muchacha de 18 años decidió desobedecer la orden de no jugar más en
Estados Unidos. Y fuera del tenis, y
de Europa, este mismo mes los periódicos cubanos han sido obligados,
naturalmente, a ignorar la grandiosa entrada de Yasel Puig en las Grandes Ligas
del béisbol norteamericano, que ha dejado
pasmados, y discutiendo vivamente, a los aficionados de ese deporte en los
Estados Unidos, pero que a Granma y Juventud Rebelde les parece bastante
menos interesante que el triunfo de un atleta silenciosamente leal en cualquier
pequeña competencia centroamericana. A
Andy Murray, afortunadamente, nadie lo quiere despojar de su patria, más bien
están ofreciéndole más de las que necesita. Lo bueno, o lo malo de la patria, sin embargo, es que nadie se la puede
quitar a uno, ni nadie puede darla así como así, y uno mismo tampoco puede
cambiarla por otra tan fácilmente, incluso aunque adopte de todo corazón la causa
y el carácter de otra nación. Es un
accidente, la patria. A fin de cuentas no es más que un dato de bastante poca
importancia, pero que, por poco importante que sea, no se puede borrar de la
historia de cada cual, de su principio, y frecuentemente, de su fin. Es muy apropiado que en Wimbledon, como en
los demás torneos del circuito internacional, con la excepción de las
Olimpiadas, la Copa Davis y la Copa Federación, no sean tocados los himnos nacionales
de los competidores. Andy Murray no
necesita que le pregunten cuál es su patria, y mucho menos que le digan cuál
es. Él lo sabe, y no tiene que discutir el asunto
con nadie. Él es su patria. Dondequiera que él esté, ella está, él la
lleva consigo, la arrastra, la carga, la padece, y probablemente, a veces, por
estar pensando en cosas más importantes, se olvida completamente de ella.
Pero, bueno, Juan O... ¿Tú te peinas o te haces papelillos? ¿Cómo calza este asunto de la patria, el "la lleva consigo, la arrastra, la carga, la padece, y probablemente, a veces, por estar pensando en cosas más importantes, se olvida completamente de ella", con el post CUBA? "[...]la patria. A fin de cuentas no es más que un dato de bastante poca importancia, pero que, por poco importante que sea, no se puede borrar de la historia de cada cual, de su principio, y frecuentemente, de su fin". Mmm... Para este tipo de disquisiciones que van a las raíces emocionales,interiores, a lo aprendido y aprehendido en el hogar, a lo simbólico, los historiadores emplean el término MATRIA, en contraposición a la Patria política, grandilocuente, heroica, y jurídica.
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