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19 de julio de 2013

Marco Rubio quiere ser presidente

Marco Rubio está teniendo un pésimo verano.   Un artículo en Politico, lapidariamente titulado “Marco Rubio tropieza”, ha revelado que el senador republicano de la Florida, que hasta hace poco era considerado como una de las propiedades más valiosas de su partido, es mirado ahora con recelo y agria decepción por los votantes más ferozmente conservadores y por vocingleros extremistas como Rush Limbaugh y Ann Coulter, charlatanes a los que nadie debería tomar en serio, pero que en Estados Unidos tienen millones de fanáticos seguidores.   La derecha dura republicana está alarmada por las posibles o imaginarias consecuencias de la ley de inmigración que aprobó el Senado el mes pasado, y en cuya elaboración Rubio tuvo visible protagonismo.   Los críticos de la ley creen que Rubio se ha convertido en cómplice de un tenebroso plan para darle la ciudadanía norteamericana a 11 millones de inmigrantes ilegales que, cuando vayan a votar algún día, lo harán como lo hicieron en noviembre del 2012, por el candidato demócrata, abrumadoramente.   “El Partido Republicano se está suicidando”, dijo Limbaugh en su programa de radio.  Al intentar ganarse el favor de los cada vez más numerosos votantes hispanos, Rubio, dicen esos críticos, ha puesto sus desmedidas ambiciones personales por encima de los intereses e ideales del partido.  Otros, como Coulter, creen que el senador ha probado ser un rematado idiota, y que los demócratas lo han usado para completar una maniobra que les cerraría a los republicanos para siempre el camino hacia la Casa Blanca.
   
Hace unos días, una encuesta de PPP en el crucial estado de Iowa indicó que Rubio ha caído al quinto puesto entre los candidatos que los votantes republicanos preferirían para liderar el partido en las elecciones presidenciales del 2016.  En febrero, Rubio era, claramente, el favorito.  La misma encuesta en Iowa sugirió que si Rubio se enfrentara a Hillary Clinton en las próximas elecciones presidenciales, la ex Secretaria de Estado lo aniquilaría, 47% por 35%.  Viendo que su partido está perdiendo la fe en él, Rubio ha decidido probar que, si hay que ser de derechas para que los republicanos lo amen, él puede ser más de derechas que nadie.  Está seriamente considerando introducir en el Senado un proyecto de ley que prohibiría el aborto después de las 20 semanas de gestación, algo que aplaudirían los conservadores, pero que le ganaría el repudio absoluto de moderados y liberales.  No hay ninguna posibilidad de que el Senado, en el que los demócratas tienen de momento una relajada mayoría, siquiera acepte discutir una ley que reduzca los plazos legales del aborto, pero Rubio parece creer que un gesto de pueril simbolismo como ese hará que la extrema derecha le perdone haber colaborado tan entusiastamente con la ley de inmigración.   Por si eso no fuera suficiente, Rubio ha lanzado también una ofensiva contra Obamacare, la vasta y polémica reforma del sistema sanitario que el presidente Obama introdujo hace tres años para extender y facilitar el acceso de los ciudadanos norteamericanos a seguros de salud.   En un reciente discurso, Rubio dijo que votaría en el otoño contra la habitual resolución del Congreso para financiar el funcionamiento del gobierno si incluía fondos para la operación y administración de la reforma de salud.   Según sus propias palabras, Rubio preferiría dejar que el gobierno federal cierre, y provocar el caos en la administración y funcionamiento del país, que darle un centavo a Obamacare.  Rubio, que no para,  hizo también una pequeña incursión en política internacional.   Al escuchar la noticia de que un barco norcoreano había sido detenido en el Canal de Panamá con armas cubanas, el senador demandó que Obama reintrodujera las crueles restricciones a los viajes de cubanoamericanos a la isla, y al envío de remesas familiares, impuestas por la administración Bush, y derogadas por el presidente demócrata en 2011.  Rubio exigió además que Estados Unidos llevara el caso al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.   Como es de imaginar, la Casa Blanca no tiene particular interés en las recomendaciones del senador Rubio en ningún área de política exterior o interior.  El Departamento de Estado se limitó a decir que no ve el incidente del barco Chong Chon Gang como un asunto bilateral entre Estados Unidos y Cuba, y lo examinará, exclusivamente, como una posible violación del embargo internacional de armas impuesto contra Corea del Norte.
Marco Rubio  
Marco Rubio quiere ser presidente.   ¿Y por qué no?   Es joven, elocuente, astuto, y bien parecido.   Encima, es hijo de cubanos, algo que según numerosos analistas sería para él una gran ventaja en las próximas elecciones, no el tremendo inconveniente que es para el resto de nosotros.   Precisamente por eso, por ser apuestamente hispano, y por tener un nombre tan poco inglés como el del propio Barack Obama, el partido republicano creyó que con solo poner a Rubio en la boleta presidencial, tendría la elección del 2016 casi ganada, que estados como Florida, Nuevo México y Nevada, que Obama ganó dos veces, cambiarían de bando, arrastrados hacia la derecha por millones de inmigrantes latinoamericanos y sus descendientes, entusiasmados por la posibilidad de poner en la Casa Blanca a uno de los suyos.   Los republicanos, sin embargo, se equivocan si creen que poner en la boleta presidencial a cualquier Juan Pérez  chapurreador de spanglish sería suficiente para que la mayoría de los electores hispanos cambiaran el partido de John Kennedy por el de Ronald Reagan.   Los hispanos de Estados Unidos no son tan necios o simples como los estrategas republicanos parecen creer, y no elegirían a un candidato solo por su apellido o su color, como no eligieron la mayoría de las mujeres norteamericanas al dúo de John McCain y la abominable Sarah Palin en el 2008, aunque sus contrincantes fueran dos hombres.   El senador Rubio, que es más inteligente que la mayoría de los dirigentes de su partido, sabe que no le bastaría su nombre y la historia muchas veces contada de cómo sus padres llegaron a los Estados Unidos, para que los hispanos votaran por él, y por eso mismo se arriesgó a impulsar la ley de inmigración, que beneficiaría principalmente, si al final es promulgada, a una comunidad que le dio hace unos meses 71 % de sus votos a Obama, y solo un magro 27% al republicano Mitt Romney.  Lamentablemente para Rubio, la mayoría de los senadores y congresistas republicanos no están convencidos de que sea necesario o conveniente, para no decir justo, regularizar la condición legal de más de 11 millones de personas que viven y trabajan en los Estados Unidos sin papeles y sin derechos, y en muchos casos lo han hecho durante décadas.   En el Senado, 32 republicanos, de 45, votaron contra la ley, y en la Cámara de Representantes, el bloque conservador está maniobrando para que no haya reforma alguna, y si la hay, que no incluya ninguna vía para que los inmigrantes ilegales puedan convertirse en ciudadanos, ni siquiera después de un plazo de espera casi infinito de trece años o más.   Es fácil imaginar que los votantes hispanos están observando atentamente qué partido está esforzándose para que la ley de inmigración pase las sucesivas barreras del Congreso y llegue a ser promulgada por Obama, y qué partido está poniéndole continuos obstáculos.  Cada vez que un congresista republicano se pronuncia contra la regularización del estatus de los inmigrantes ilegales, incluso de sus hijos nacidos en Estados Unidos, la candidatura electoral del senador Rubio, y la de cualquier otro candidato de ese partido, sufre severo daño.   Cada vez que Limbaugh o Coulter, u otro agitador en Fox News o The American Spectator, abierta o veladamente, hace un comentario racista contra los hispanos, Rubio, quizás injustamente, pierde votos en Miami, en Las Vegas y en New Jersey.
Decenas de miles de personas marchan en apoyo a la
reforma migratoria en Washington DC, el pasado mes de abril.  
Pero no todas las dificultades del senador Rubio pueden ser atribuidas a la terca estupidez de su partido.  En todos los temas relevantes de la política actual, con la excepción del de la inmigración, Rubio está firmemente plantado en la derecha de la derecha.  Sin sonrojarse, Rubio votó el año pasado contra la ratificación por el Senado de la Convención Internacional  sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, un documento de muy buenas intenciones y escasa fuerza práctica o legal, entre cuyos campeones estaban tan encumbrados republicanos como John McCain y Bob Dole.  Rubio alegó que la Convención no se oponía claramente al aborto de fetos con malformaciones, algo que, en cualquier caso, está rigurosamente regulado por las leyes norteamericanas, y no tendría que ser razón para rechazar un tratado internacional.  Usando otra excusa, Rubio votó contra la reautorización de la Ley contra la Violencia contra las Mujeres, que el Senado sí aprobó con amplia mayoría.   Rubio dijo que se oponía a redirigir fondos usados en programas contra la violencia doméstica hacia otros contra la violencia sexual, y que esa decisión no debía ser tomada por el gobierno federal, sino por grupos locales, un argumento plausible, pero no, cualquiera diría, suficiente para votar contra una ley dirigida a proteger a la mitad de la población del país de toda suerte de abusos y crímenes.  A finales de año, cuando Estados Unidos se encaminaba con exquisita velocidad hacia el graciosamente llamado “precipicio fiscal”, por la falta de acuerdo entre demócratas y republicanos sobre un inminente aumento de impuestos a toda la nación y abultados recortes al presupuesto federal, Rubio votó contra el acuerdo, cuando hubo, finalmente, en el último minuto, uno.  Él fue uno de los ocho senadores que se opusieron al arreglo acordado por otros 89, que aumentó los impuestos a los norteamericanos más ricos, a cambio de no hacerlo también al 99% más pobre.  Ni qué decir, Rubio también se opone al matrimonio gay, faltaba más.  El año pasado, el National Journal puso a Rubio en el lugar 13 entre los senadores más conservadores, por encima de 32 colegas de su partido.  La American Conservative Union, un grupo que rechazaría, por moderados, a políticos europeos como David Cameron, Angela Merkel y Mariano Rajoy si quisieran convertirse en miembros, le dio a Rubio hace unos meses, antes del debate sobre inmigración, una nota perfecta de 100 por su récord derechista en el Senado, y el estrafalario, ridículo título de “Defensor de la Libertad”.
    
El incidente que quizás mejor defina qué tipo de político es Marco Rubio, es aquel cuando le preguntaron qué edad creía él que tenía la Tierra, y si había sido creada por Dios en siete días, literalmente.  Rubio no pudo decir si en su opinión la Tierra tiene unos diez mil años, como creen algunos estrictos creacionistas, o alrededor de 4.5 billones, el estimado de la ciencia.  “I am not a scientist, man”, le respondió al periodista de GQ el senador de la Florida, en el perfecto inglés del oportunismo y la cobardía. “Si la Tierra fue creada en siete días, o en siete eras, no estoy seguro que podamos saberlo nunca.  Es uno de los grandes misterios”.  Quizás, después de Obama, los norteamericanos estén listos para tener otro presidente cuyo nombre no puedan pronunciar correctamente, y que venga de otro grupo minoritario, pero está por ver si el pueblo más rico y poderoso del planeta elegiría como líder a alguien que no sabe si la Tierra fue creada en siete cortos días, o peor aún, no se atreve a decir lo que de verdad cree, para no ofender a los recalcitrantes energúmenos que escogen al candidato presidencial republicano en las cavernas bíblicas de Iowa, Carolina del Sur, Georgia o Mississippi.  Ni siquiera George W. Bush cayó tan al fondo de la ignorancia en esa materia.  Para Cuba, la hipotetísima elección de Rubio no sería ni remotamente conveniente sino, más bien, lo opuesto, no ayudaría a deshacer la perenne hostilidad entre los dos países ni convencería a Raúl Castro o su sucesor de actuar, de repente, como mansos demócratas, y no sería siquiera causa para sentir orgullo patriótico.  La intervención de Rubio en el incidente del Chong Chon Gang prueba que, aunque sea hijo de cubanos, él es, en lo que importa, en lo furiosamente esencial, tan cubano como Obama o Bush, y no parece sentir un ápice de compasión o solidaridad por las familias divididas por el Estrecho de la Florida y la suprema estupidez o maldad de políticos en ambas orillas.  Menos mal que el país del que quiere ser presidente no es el nuestro. 

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