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2 de agosto de 2013

Sin perdón

Las últimas personas que vieron a Alan Turing con vida dijeron a la policía que no habían notado en él nada raro, ninguna razón para preocuparse.  Unos días antes de su muerte, Turing había cenado con varios amigos, comportándose con lo que, para un hombre como él, pasaba por normalidad.  Su amigo y discípulo Robin Gandy, que había visto a Turing el fin de semana anterior, afirmó que le había parecido “más feliz que nunca”.  El viernes, antes de marcharse de su oficina en la Universidad de Manchester, había reservado una sesión en la computadora para el siguiente martes, 8 de junio  de 1954, el mismo día en que sería encontrado muerto, a los 41 años, por la mujer que limpiaba su humildísima habitación en Hollymeade, una casona Victoriana en Adlington Road, en Wilmslow, un pueblo de Cheshire.  La policía halló en la habitación tickets para una función de teatro, y una carta que Turing no había echado aún al correo, en la que aceptaba una invitación de la Royal Society a una conversazione  que tendría lugar el día 24.  El sargento Cottrell, de la policía local, dijo al Manchester Guardian que Turing había sido hallado en su cama, tapado hasta el pecho, y que un hilillo de espuma salía de su boca, con un penetrante olor a almendras amargas.   En una habitación contigua, que Turing usaba como laboratorio, fue hallada una olla, conectada a la lámpara del techo con unos electrodos, en la que todavía estaba hirviendo un líquido con el mismo punzante olor a almendras, que fue identificado inmediatamente, por los que lo habían olido antes, como una solución de cianuro. En la mesita junto a la cama, la policía encontró una manzana a la que Turing había hecho varias mordidas. El patólogo llamado a examinar el caso, el Dr C. A. K. Bird, concluyó, a pesar de que Turing no había dejado ninguna nota de suicidio, que el científico se había quitado la vida voluntariamente, y que quizás había mordisqueado la manzana para quitarse de la boca, en esos últimos minutos, el ácido sabor de la muerte. 
 
Ethel SaraTuring se negaría hasta el final a creer que su hijo se había suicidado.  Diría, a quien quisiera oírla, que Turing había sido víctima de su propia negligencia.  Su hijo, insistiría, había estado realizando un experimento con cianuro, y accidentalmente, con las manos mal lavadas, había contaminado la manzana fatal. John Ferrier Turing dijo al Manchester Guardian que su hermano tenía antes de morir perfecta salud y ninguna causa de angustia personal o financiera. Dr King, sin embargo, insistió en que la muerte de Turing no podía haber sido accidental, puesto que el científico había ingerido al menos cuatro onzas de una solución de cianuro, que habían congestionado su cerebro y provocado asfixia.  Esa opinión fue confirmada por el forense,  J.A.K. Ferns, quien añadió que era imposible saber qué había pasado en la mente de un hombre como Turing, impredecible e inestable, en las horas antes de su muerte.  Algunos llegarían a sugerir que Turing había deliberadamente preparado el experimento con cianuro, y evitado dejar una carta admitiendo y explicando su suicidio, precisamente para que su madre pudiera, si eso la consolaba, creer que su hijo no había caído a un punto tan bajo de soledad y miseria como para querer tanto morir.   A los amigos y colegas de Turing, sin embargo, no les resultaron en absoluto extrañas las circunstancias de su muerte.   Lo habían escuchado con frecuencia repetir una frase de su filme favorito, “Blancanieve y los Siete Enanos”, el terrorífico plan de la malvada Reina:

Dip the Apple in the brew
Let the sleeping Death seep through

La cadena de acontecimientos que llevaron a la muerte a Alan Turing, uno de los más notables científicos del siglo XX, y uno de los de mayor y más prolongada influencia en el funcionamiento del mundo actual, había comenzado dos años y medio antes, un día de enero de 1952.  En la entrada del Regal Cinema, en Oxford Road, en el centro de Manchester, Turing había conocido a un muchacho de 19 años, Arnold Murray, un desempleado, al que invitaría primero a almorzar, y varios días más tarde, a acompañarlo a su habitación en Adlington Road.  Un tribunal descubriría más tarde que Murray había pasado al menos una noche en la habitación de Turing, y que los dos habían violado al menos tres veces la Sección 11 de la Ley de Ajuste al Código Criminal de 1885, que preveía una condena de hasta dos años de prisión para cualquier hombre que fuera hallado culpable de actos de “grosera indecencia” con otro hombre, ya fuera en público, o en cuidadosa privacidad.  Unos días después de conocer a Murray, Turing encontró que le habían robado en su habitación.  Murray confesaría luego que le había dicho a un conocido, un tal Harry, que podía robarle impunemente a Turing, porque este no se atrevería a denunciarlo.  Si lo hiciera, le dijo al ladrón, Turing tendría que explicar a la policía cómo había conocido a Murray, y qué tipo de amistad era la que los unía.  Pero Turing no era un hombre cobarde, y no sentía ni pizca de vergüenza por ser homosexual.  Se había enamorado por primera vez, en 1928, de un chiquillo de quince años, Christopher Morcom, su condiscípulo en una escuela de Sherborne, Dorset, cuando él mismo tenía solo catorce.  Morcom murió de tuberculosis, prematuramente, en 1930, un evento que destruyó la fe en Dios de Turing y lo convirtió en ateo, aunque uno que creía en la supervivencia del espíritu después de la muerte.  “El cuerpo”, escribió años más tarde, “provee algo para que el espíritu cuide y use”. A pesar del riesgo de ser arrestado y arrojado a una cárcel por cualquier pequeño, ardoroso desliz, Turing, aunque discreto, nunca ocultó qué tipo de hombre era y qué, inevitablemente, le gustaba.  Sospechando que Murray, o un cómplice, habían robado su casa, denunció el robo, y, puesto que no podía evitarlo, confirmó a los inspectores que él y el bribón eran amantes. 
Alan Turing
Galantemente, firmó un folio de cinco páginas en las que respondía, sin excepción, todas las indiscretas preguntas que le hicieron sus interrogadores.  Estos quedaron sorprendidos por la honestidad de quien, creyeron, era un “hombre muy honorable”, y por su tranquila dignidad, pero como prescribía la ley, levantaron tres cargos de indecencia contra él, uno por cada encuentro sexual que había tenido con Murray, y ridículamente, tres cargos de complicidad en cada uno de los tres actos de indecencia que Murray, a su vez, había cometido con él.   El 31 de marzo de 1952, un tribunal lo encontró culpable, a él, y a Murray también, pero a este lo dejaron ir con la promesa de mantener buena conducta, porque, el juez dijo, si Turing no hubiera seducido al buscavidas en Oxford Road, nada habría pasado.  A Turing le ofrecieron dos horrendas opciones, prisión, o libertad condicional, si aceptaba ser inyectado durante un año con hormonas femeninas para reducir su libido, en la práctica una forma de castración química.  Turing aceptó las inyecciones, probablemente porque si hubiera ido a prisión, lo habrían echado de su puesto en la Universidad de Manchester, en el que tenía acceso a una de las pocas computadoras que existían en el mundo en aquella época.  El tratamiento le causó impotencia sexual, y ginecomastia, pechos femeninos.  Turing había sido un formidable atleta, que había llegado a correr la carrera de maratón en 2:46 horas en una época en que no había sido corrida en menos tiempo que 2:25 y había estado a punto de competir en los Juegos Olímpicos de 1948, pero las inyecciones lo dejaron débil y groseramente hinchado.  Fue, le dijo a sus amigos, un proceso “horrible” y “humillante”, pero él se esforzó por sobrellevar su desgracia con buen humor. “Me han dicho que este tratamiento reduce el deseo sexual, pero que uno vuelve a la normalidad cuando lo termina”, les decía a sus amigos. “Confío en que tengan razón”.
 
A Turing no lo salvó de la humillación pública y el atroz castigo físico ser un héroe de guerra, haber hecho una contribución esencialísima a la victoria de los Aliados sobre Alemania.  En Bletchley Park, donde la inteligencia británica estudiaba las transmisiones secretas de las fuerzas hitlerianas, Turing construyó una máquina electro-mecánica, llamada bombe, que llegó a descifrar con marcial exactitud los mensajes transmitidos por las máquinas alemanas Enigma y Lorenz, que en ocasiones fueron leídos por los comandante aliados y por Churchill antes que por los generales de la Wehrmacht a los que estaban destinados.  Algunos han dicho que los esfuerzos de Turing y sus colegas de Bletchley Park acortaron la guerra por lo menos dos años.  Jack Good, que trabajó con Turing durante aquella época, diría más tarde que fue bueno que las autoridades no se hubieran enterado entonces de que Turing era homosexual, “porque lo habrían despedido, y habríamos perdido la guerra”.   En 1945, cuando Alemania fue derrotada, Turing recibió por sus esfuerzos la Orden del Imperio Británico, un honor inferior al título de caballero del reino otorgado a otros de menos mérito.  Pasarían décadas  antes de que su trabajo en Bletchley Park, y el de sus colegas, fueran hechos públicos, y la extensión y valor de su aporte a la victoria sobre Alemania sorprendería incluso a algunos de sus amigos cercanos.  Las investigaciones de Turing durante la guerra, las que había hecho en los años anteriores en Cambridge y en Princeton, y las que realizó en el Laboratorio Nacional de Física en Londres y la Universidad de Manchester entre 1945 y aquel último viernes cuando se marchó a su casa a morir, son hoy tratadas como fundamentales en el desarrollo de la ciencia de la computación.   El genio de Turing, y la novedad de sus ideas e invenciones, aunque no sus hazañas de guerra, ya habían sido unánimemente admitidos por la comunidad científica mundial en 1952, en la época de su arresto y condena.  “Él es uno de los matemáticos más originales y profundos de su generación”, dijo en el juicio su colega Max Newman, llamado como testigo. Fue Turing quien imaginó una máquina que podría ser programada, con una serie específica de instrucciones, para resolver un número infinito de problemas.  La llamada máquina de Turing, una suerte de hipotética, no real, computadora, que él propuso cuando tenía solo 24 años, en 1936, es usada para simular la lógica de cualquier algoritmo de computación, y ha dado lugar, a lo largo de los años, a numerosas, cada vez más intrincadas variantes que son esenciales para la teoría de la complejidad computacional.  El Test de Turing, presentado por su autor en un artículo de 1950, que determina la capacidad de una máquina de comportarse tan inteligentemente como un ser humano, ha sido decisivo en el campo de los estudios de inteligencia artíficial.  "El hecho es", dijo la revista Time al elegir a Turing entre las cien personalidades más influyentes del siglo XX, "que cualquiera que usa el teclado de una computadora, abre una hoja de cálculo o un procesador de texto, está usando una variante de la máquina de Turing".

La reputación profesional de Turing fue la razón de que le dieran a escoger su castigo. “Le pido que considere que el interés  público se vería afectado si este hombre es apartado del importante trabajo que realiza”, le dijo el abogado defensor al juez, para convencerlo de que, en vez de mandar a Turing a la cárcel, lo dejara seguir el tratamiento con hormonas.  Turing pudo, en efecto, continuar sus investigaciones en Manchester, que en esa última etapa de su carrera lo llevaron al campo de la biología matemática.  Pero el Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno, el GCHQ, sucesor de la operación de Bletchley Park, con el que Turing había seguido colaborando sin que sus colegas de Londres o Manchester se enteraran, cortó el contacto con él después de su condena, y le retiró el acceso a sus instalaciones. En los primeros, asfixiantes años de la Guerra Fría, los servicios de inteligencia occidentales intentaban librarse a toda costa de agentes y colaboradores que, por los pecadillos de su vida privada, pudieran ser chantajeados por el enemigo soviético, y convencidos a cambiar de bando.  En 1951, un año antes del fatídico encuentro entre Turing y Murray, dos diplomáticos y agentes británicos, Guy Burgess y Donald Mclean, ambos homosexuales, habían huido a la Unión Soviética, a la que habían estado sirviendo durante años.  Turing fue, hasta el final, fieramente leal a su país, pero los servicios secretos de Estados Unidos y Gran Bretaña creyeron que podía, en un momento de desesperación o rencor, pasar a los soviéticos información más valiosa de la que Burgess o Mclean jamás habían poseído.  Durante los últimos meses de su vida, Turing fue rigurosamente vigilado, su correo leído, sus viajes al extranjero seguidos con alarma, sus amigos mirados con sospecha.  Tiene que haberle resultado muy amargo que los altos jefes de la inteligencia y el ejército británicos, y el propio primer ministro, Winston Churchill, que sí sabían cuánto Turing había hecho por la salvación de su país, no movieran un dedo para protegerlo.
Hollymeade, en Wilmslow, la casa donde vivió y murió
Alan Turing 
En 2009, cincuenta y cinco años después de la muerte de Alan Turing, el entonces primer ministro británico, Gordon Brown, escribió una nota en The Guardian pidiendo perdón en nombre de su gobierno por el grotesco abuso cometido contra el científico.  “Aunque Turing fue juzgado de acuerdo con las leyes de su época”, escribió Brown, “y no se puede hacer retroceder la historia, su tratamiento fue por supuesto absolutamente injusto, y me honra tener la oportunidad de decir cuánto siento lo que le ocurrió”.   El año pasado, un grupo de científicos, que incluía al físico Stephen Hawking, demandó que el gobierno le concediera a Turing, oficialmente, perdón por su supuesto crimen.  El gobierno de David Cameron se negó a hacerlo, alegando que Turing, y otros 49 mil hombres homosexuales juzgados bajo la infame Sección 11 de la Ley Criminal de 1885 hasta la despenalización de la homosexualidad en 1967, habían sido condenados “por algo que en su momento era un crimen”.  Este verano, Lord Sharkey, un liberal demócrata, ha presentado en el Parlamento de Westminster un proyecto de ley para conceder el perdón a Turing, al que el gobierno de Mr Cameron ha decidido, al fin, no oponerse.  Lord Sharkey estudió matemáticas en Manchester con Robin Gandy, el único estudiante doctoral tutoreado por Turing, aquel que había visto su maestro, aparentemente feliz, solo unos días antes de su muerte. “El gobierno sabe que Turing fue un héroe y un gran hombre.  Ellos reconocen que fue cruelmente tratado.  Deben haber visto en qué estima se le tiene aquí y en el resto del mundo”, ha dicho Lord Sharkey.  Su propuesta, sin embargo, no incluye perdonar a esos otros 49 mil condenados por indecencia o sodomía, entre los cuales hay notables como Oscar Wilde, pero no muchos héroes de guerra, o científicos de tanta fama como Turing.  Claro que ninguno de ellos necesita perdón alguno, ni tampoco Turing, a quien le habría parecido absurda, quizás incluso antimatemática, la idea de un perdón tan inútilmente retroactivo.  Son los otros, el Parlamento de Westminster, la Corona, la nación, los que deberían suplicar ser perdonados.   

1 comentario:

  1. y salvo tambien, con su trabajo, la vida de tantas personas (soldados) durante la segunda Guerra mundial....... Alan Turin que descanse tu alma en paz............... Dios bendiga tu inteligencia, los grandes aportes que con ella hicistes al mejoramiento humano a traves de la computacion.............. los que te siguen, te saludan................ honor a quien honor merece....................

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