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7 de mayo de 2011

Monotonía del terror

Iba arrastrando mi tristeza por el polvo de El Cairo, uno de esos pesados no-te-amo con los que uno tiene que cargar toda la vida. De todos los lugares del mundo a donde hubiera podido ir a esconderme, había escogido El Cairo, porque allí no había absolutamente nadie que me conociera, y porque después de la invasión norteamericana a Iraq los precios del turismo en el Medio Oriente se habían desplomado hasta el punto de permitir a un muerto de hambre como yo instalarse en una habitación de Le Méridien Pyramids más grande que mi casa de La Habana. Vi, al final de mi primera noche en El Cairo, la línea del sol subiendo con rapidez hasta la punta de la Gran Pirámide, y desde allí, conquistar el desierto, y, más lentamente, mi propia, arenosa desesperación.

Avanzando perezosamente entre los zocos de Khan el-Khalili, abriéndome paso a través de una multitud tan densa como mi melancolía, quizás parecía yo uno de los más exóticos objetos en exhibición, un formidable, incomprensible artefacto traído de remotos territorios poblados por razas desconocidas. Los vendedores, zalameros, me sonreían, me invitaban a entrar en sus tiendas, a mirar las vasijas y estatuillas supuestamente desenterradas en Guiza o en Menfis, pero que habían sido en realidad fabricadas no por esmerados artesanos de Ramsés II sino por habilidosos estafadores contemporáneos. Otros me mostraron tapices, papiros, pieles primorosamente curtidas, empinadas babuchas, aladinescas lámparas, falsas carteras Gucci, Channel y Louis Vutton. Un buen hombre me ofreció un té de menta, que bebí con agradecida avidez. En una bocacalle, un aguador dejó que le tomara una foto, posó para mí alegremente con su estrafalario equipo. La bomba me alcanzó cuando ya había dejado la zona más intrincada y peligrosa de Khan el-Khalili, y había salido a los zocos de los turistas, más ordenados, más artificiosamente pintorescos, ya muy cerca de la plaza de la mezquita Al-Azhar. El golpe de la bomba reventó mi piel, rompió mis músculos, cortó mis tendones, desatornilló fácilmente mis brazos y mis piernas, provocó un vasto incendio en el núcleo de mi cerebro, en las salas centrales de mi memoria.  Nombres, deseos, terrores, días y noches, hasta aquel indescifrable, letal no-te-amo, ardieron en el acto, se perdieron para siempre.  Algo de mí quedó vivo algunos pocos minutos más. Todavía pude oír, tras el horrísono silencio que siguió a la explosión, los aullidos de dolor de los heridos, los primeros gritos pidiendo auxilio, un lamento, extrañamente, en francés: “Mon Dieu! Mon Dieu!”  Lo último que vi, a contraluz, antes de hundirme definitivamente en el océano de mi propia sangre, fue una sombra, la silueta de alguien, ¿un hombre, un ángel?, asomado a la azotea de un edificio, observando, ¿espantado, piadoso?  la calle llena de inútiles, rotas piezas humanas, los zocos volcados, los primeros policías corriendo de un lado a otro, sin saber qué hacer.  

Aquella mañana salí de casa un poco tarde. No podría recordar por qué, seguramente la causa fue un diminuto accidente doméstico, haber dormido cinco minutos más después de apagar el despertador, haberme entretenido con las noticias matutinas en la televisión, haber descubierto, al abrir el escaparate, en el último instante antes de salir, que no tenía ninguna camisa planchada. Logré alcanzar un tren en Wembley Central hacia la ciudad. Me bajé en Oxford Circus, traté de abrirme paso a través de la multitud hacia el andén de la Central Line, Eastbound. Imposible. La columna de pasajeros medio adormilados avanzaba con exasperante parsimonia por los infinitos pasillos subterráneos de Oxford Circus, dejando ningún espacio entre espalda y espalda por donde los más apurados pudieran colarse.  Miré el reloj, 8.38. Caminar desde Holborn hasta la BBC, en Aldwyich, me iba a tomar al menos diez minutos, no había ya esperanza de llegar a tiempo. En la redacción me iban a echar un regaño. Yo era solo un principiante, un humildísimo aprendiz, lo menos que se esperaba de mí era que mantuviera una severa puntualidad, aunque, en realidad, nadie iba a ser perjudicado por mi tardanza, yo pasaba los días en la redacción haciendo nada, esperando en vano que me encargaran aunque fuera una entrevistilla de tres preguntas con el más lerdo de los burócratas de Londres. El día anterior, la redacción había estado muy ocupada, reportando la victoria de la candidatura de Londres en la competencia por la sede de las Olimpiadas del 2012. Mis colegas habían pasado el día llamando a ministros, artistas célebres, antiguos campeones olímpicos, funcionarios de la alcaldía. Todo el mundo estuvo ocupado escribiendo superlativos, pero yo, aburridísimo, dediqué la tarde a preparar una minúscula nota de menos de cincuenta palabras sobre quién sabe qué bobada, que ni siquiera llegó a ser transmitida. Ya no importaba demasiado, me habían ofrecido unos días antes un puesto permanente en la Universidad de Sunderland, dando clases de periodismo, y yo había aceptado. Pero aún no había dicho nada en la BBC. ¿Y si Sunderland, repentinamente, cambiaba de idea?

Me zambullí en un tren de la Central Line justo antes de que cerraran las puertas. El tren se hundió en el túnel, a una velocidad esperanzadora. Quizás, después de todo, solo llegara cinco o diez minutos tarde, a lo mejor nadie lo notaba.  De pronto, se detuvo, antes de llegar a Tottenham Court Road. “Shit!”, mascullé. Una mujer escuchó mi maldición, me miró con contundente aprobación, sonrió, levemente.  Dos, tres minutos, pasaron, el tren no se movió ni una pulgada.  “Señoras y señores”, el conductor anunció, “pido disculpas por la demora.  Estamos esperando por el permiso para entrar en Tottenham Court Road. Hopefully, seguiremos nuestro viaje muy pronto”. Miré a mis compañeros de viaje, la variopinta colección humana que usa y sufre el metro de Londres. Una jovencita en edad universitaria (¿LSE? ¿UCL?), una réplica legañosa y desordenada de George Clooney custodiando una maleta (¿Liverpool Street, el tren de las 9:30 am a Stansted?), una mujer lustrosamente vestida y maquillada (¿Lloyds, oficina del director de Europa, Mr Ridgeway, piso 12, 10:00 am?), una pareja de estridentes turistas italianos (Museo Británico, piedra Rosetta, frisos del Partenón, estatua de Adriano, somero almuerzo en KFC).  En Tottenham Court Road, subieron al tren nuevos pasajeros, rojos blancos negros azules amarillos.  La explosión, calculo, tiene que haber ocurrido a mi derecha, en la punta del vagón, exactamente 30 segundos después de que el tren dejara el andén. El muchacho, al que los periódicos más tarde identificaron como Germaine Lindsay, un chiquillo de solo 19 años, debe haber contado nerviosamente los segundos, 27, 28, 29, 30, bum. Casi treinta personas murieron, algunos instantáneamente, otros desangrados en el fondo de aquel túnel sin salida, aplastados por la oscuridad, ahogados en su propio, incontrolable pánico. En los días posteriores, mi fotografía, junto a las de George Clooney y la mujer de Lloyds, apareció frecuentemente en los periódicos y la televisión, fue exhibida en lacrimosos actos de homenaje a las víctimas, y fue examinada, brevemente, por la Reina y el Primer Ministro. Mis colegas de la BBC, entrevistados por otros periodistas, admitieron que no habían tenido tiempo de conocerme bien, pero que yo parecía haber sido un gran tipo.
Los cuatro hombres que atacaron el metro de Londres,
filmados por una cámara de seguridad en Lutton,
en la mañana del 7 de julio del 2005.
Atravesamos Djemaa el-Fna como si fuera un campo minado, esquivando terribles peligros, los encantadores de serpientes, los domadores de monos, las mujeres que pintaban con henna enredadas líneas en las manos de las turistas inglesas, españolas o alemanas. Iris y yo buscábamos un sitio decente para comer, al final de un día recorriendo la medina de Marrakech. A mí algo me había caído mal, un jugo de naranja, una copa de yogurt y frutas, o quizás el cuscús que me habían servido la noche anterior en uno de los comedores populares montados en el centro de la plaza. Queríamos un sitio más tranquilo, desde donde se pudiera mirar el exorbitante espectáculo de Djemaa el-Fna sin ser parte de él, sin convertirnos en personajes de aquel esperpéntico retablo, a la vez feria medieval y simulacro baudrillardiano, mitad reliquia clásica y mitad pastiche postmoderno, mezcla de batiburrillo tercermundista y mall de California. A pesar de nuestros cuidados, un hombre se pegó a mí y me soltó un mono sobre los hombros. Era un monito flaco y asustado, una pobre criatura a la que su amo llevaba atada severamente por el cuello con una correa. Por tirarse una foto con el mono, los turistas daban un euro o dos a su dueño. A mí los monos ni de niño me hicieron gracia, así que esperé pacientemente a que me quitaran de arriba a aquella infeliz bestezuela, por cuya foto no iba a dar un centavo. Iris, debo decirlo, se apartó rápidamente, no hizo ningún intento  de salvarme, si por ella fuera el mono podría haberme estrangulado con soberana impunidad. Librados del mono, seguimos nuestro camino en busca de comida. A esa hora, principio de una noche de verano, la plaza, vastísima, casi un país ella sola, estaba ya repleta, pero de cada esquina de Marrakech aún llegaban columnas de alegres paseantes, familias enteras, hordas de adolescentes, escurridizos amantes, tribus de turistas, buscavidas, carteristas, tercos mendigos. De las veinte o treinta parrillas instaladas en el centro de la plaza salía una espesa humareda que el viento seco del desierto llevaba hacia el oeste, hacia la mezquita Koutoubia, un arrogante edificio del siglo XII, uno de los más interesantes y distinguidos de Marrakech y al cual, desdichadamente, no habíamos podido entrar, solo los musulmanes eran admitidos. Nos había mortificado descubrir que en Marruecos las mezquitas estaban cerradas para todos los que no profesaran la fe de Allah y su Profeta.  En Egipto, en Túnez, en Turquía, nos habían dejado entrar a las mezquitas más sagradas, a la mezquita Süleymaniye en Estambul, a la de Kairouán, en Túnez, a Al-Azhar en El Cairo. Pero en Marruecos habíamos tenido que contentarnos con verlas por fuera. A los palacios reales tampoco habíamos podido entrar. Un tanto aburridos, y atormentados por el crujiente sol y el estruendoso gentío, habíamos pasado los días recorriendo los zocos, pero sin animarnos a comprar nada. Al final, Iris compró una cartera, de estupendo cuero de cabra, después de regatear magistralmente, libra por libra, con el vendedor, un muchachito, un mañoso Ahmed o Hassán o Mahmoud, no recuerdo bien su nombre. Recuerdo, eso sí, que dijo ser un entusiasta seguidor del Barcelona.  Pero, ¿quién, fuera de Madrid, no lo es?

Nos sentamos en el Argana, un restaurante con platos y precios para turistas, con una deliciosa, fresca terraza sobre Djemaa el-Fna. Desde allí podíamos ver toda la plaza, su abierto, rugiente corazón. Pedimos cocacolas y la carta.  Iris se excusó para ir al baño.  Eso la salvó. Los peritos de la policía determinaron días después que las bombas, dos gorgonas de seis y nueve kilogramos, habían sido construidas por un facineroso llamado Adil El-Atmani, quien las colocó en ollas de presión y luego, disfrazado de turista, las plantó en la terraza del Argana. Los primeros reportes periodísticos, citando a algunos testigos, sugirieron que las bombas habían sido detonadas por un atacante suicida, pero los investigadores probaron que El-Atmani la había hecho explotar con un control remoto. Las bombas contenían una fatal combinación de clavos, nitrato de amonio y un rabioso explosivo llamado TATP. A Iris, histérica pero sin un rasguño, la rescataron del baño dos empleados del restaurante, que la arrastraron a la calle sin prestar atención a sus súplicas para que la dejaran ir a buscarme en la terraza. No fue hasta pasada la medianoche que Iris volvió a verme, en la morgue. Ya a esa hora el Presidente Sarkozy había aparecido en televisión para condenar el atentado, que había costado la vida de siete franceses. El Home Office había emitido una nota confirmando la muerte de un ciudadano británico. Un capitán de la policía de Marruecos hojeó mi pasaporte, que Iris había recogido en nuestra habitación, en un riad a poca distancia de Djemaa el-Fna.  “Cuban?”, el hombre preguntó, en irreprochable inglés.  And what the hell is this man doing here?”  Iris escuchó la pregunta, hecha con genuina curiosidad, y pensó que yo la hubiera encontrado muy divertida. ¿Qué hacía yo en Marruecos, como llegué?  ¿Qué responder, Fidel Castro, el British Council, Easyjet? La verdad, la verdad, mi capitán, no lo sé.
El Argana, después del atentado del 28 de abril.
Por puro azar, por una caprichosa disposición de los astros, o por simplísima buena suerte, escapé ileso de esas tres mortales trampas.  Muhammad Sobi Ali Jidan se lanzó contra el gentío en Khan el-Khalili el 7 de abril del 2005.  Su bomba mató a dos turistas franceses, a un norteamericano y a él mismo. Casi dos años antes, el 17 de julio del 2003, yo había terminado mi paseo por el mercado pacíficamente. Entré, exhausto, en la mezquita Al-Azhar, me derrumbé en el patio, recostado contra la pared de una de las salas de oración. Adentro, un hombre recitaba versos del Corán, sin tomar descanso, sin perder el aliento. Escribí en mi cuaderno de viaje:  “El cielo vacío. El sol prodigioso. La tranquilidad es asombrosa”. Y sobre el hombre del Corán:  “¡Si yo tuviera esa poderosa fe!”  Exactamente dos años después, en la mañana del 7 de julio del 2005, Germaine Lindsay tomó un tren de la Picadilly Line y no, quién sabe por qué, uno de la Central o de la Bakerloo, las líneas que yo tomaba para ir a la BBC.  Yo salí del metro en Holborn alrededor de las 8:45, solo cinco minutos antes de que Lindsay hiciera explotar una bomba muy cerca de allí, en el túnel más profundo entre Russell Square y King’s Cross.  Otras dos bombas reventaron en coches de la Circle Line, una cerca de Aldgate, la otra cerca de Edgware Road.  Aquella mañana llegué a tiempo a la BBC. Cuando las primeras noticias sobre un presunto fallo eléctrico en el metro comenzaron a llegar, el jefe de turno me envió a Liverpool Street, a averiguar qué pasaba. Salí a la calle justo en el momento en que otro adolescente, Hasib Hussain, de 18 años, detonaba otra bomba en un ómnibus en Tavistock Square. Corrí por toda la ciudad, por Fleet Street, por St Paul, por Old Broad Street, pero al llegar a Liverpool Street recibí la orden de regresar. “Se trata de un ataque terrorista”, me dijo por teléfono el jefe de turno, “no podemos correr riesgos contigo, no estás entrenado para algo así, y no te hemos asegurado”.  Volví a la redacción, a regañadientes, y pasé la tarde escribiendo una nota de veinte líneas, que quizás ni siquiera haya sido transmitida.  Dos meses después me fui a Sunderland.  A Marrakech fuimos Iris y yo el año pasado, a inicios de junio, solo diez meses antes de que el Argana fuera destruido por las bombas de Adil El-Atmani, a la hora del almuerzo del pasado 28 de abril. No comimos en el Argana, lo desdeñamos, nos pareció muy convenientemente turístico, una trampa para extranjeros escrupulosos. Cenamos, cada noche, en los restaurantes populares, sin pretensiones, de plato y precio bastos, de Djemaa el-Fna. De lo único que creíamos tener que cuidarnos eran las serpientes y los monos. Llega ahora la noticia de que Al-Qaeda ha admitido la muerte de Osama Bin Laden y ha prometido lanzar furiosos ataques contra Occidente. La amenaza, francamente, no nos causa ningún miedo. No porque no la vayan a cumplir. Oh, la van a cumplir, pueden ustedes estar seguros de ello. Y quizás me pille a mí, finalmente, alguna de esas bombas.  Pero no hay mucho que uno pueda hacer, salvo quedarse en casa, debajo de la cama.  Es un curioso fenómeno, el terrorismo, termina inspirando lo contrario de lo que pretende, no sostenido pánico, no la interrupción de la normalidad, sino hastío, resignado aburrimiento, la bostezante indiferencia de quienes, como si no fuera con ellos, continúan la ejecución de su rutina, milimétricamente, tomando el tren por la mañana, yendo de vacaciones a los rincones menos recomendables del planeta. Aún así, Al-Qaeda, el nuevo IRA, y otros mil bandidos insisten en amenazarnos, parecen creer que matar a cien o doscientos, o tres mil de nosotros, será suficiente para conseguir lo que sea que quieren. Qué patéticos son.

4 comentarios:

  1. Sobre esto último que dice tu texto: es que esa es la principal victoria contra el terrorismo de estas ratas amantes de la muerte (muerte, eso sí, con recompensas tales como huríes que los esperan en su paraíso con las piernas abiertas y un himen vasto como los velos con se cubren el caracho, esclavas, en las calles del Islam). Pobres borregos narcisistas, tantos de ellos amantes de su prohibido alcohol, las cantantes pop y los trajes de Armani. Podrán matar a unos cuentos occidentales, pero el amor a la libertad, a la vida, el sentido de la compasión, no nos lo van a quitar con esos petardos que lanzan como ventosidades, desde lo más asqueroso de sus almas.
    Y pensar que hubo un tiempo en que los árabes salvaguardaron el conocimiento del mundo antiguo, mientras Europa corría presurosa hacia la oscuridad de la Edad Media.
    Osmani

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  2. Maravilloso texto al que le sobra el párrafo final.

    "La verdad, la verdad, mi capitán, no lo sé". Era el final perfecto!!!!!

    Qué pena que lo echaste a perder con ese final explícito, que no hacía falta para nada!!!

    Corre a borrarlo!!!

    :-)

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  3. Profe, simplemente genial!!!!!!!
    Da tanto placer leerlo!!!!!
    Siempre quedan ganas de más y más!!!!

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  4. increible texto que sutilesa para escriber muy bueno

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