Páginas

21 de junio de 2013

Julio

Leí por última vez el mensaje, tragué en seco, hice click en “Send”.  Eran las siete y treinta y tres de la noche en Londres.   Pasó un día entero antes de que apareciera en mi correo la respuesta.  La copio aquí, como un acto de justicia, como un tardío tributo.
  
From:  Julio Garcia Luis
To:  Juan Orlando Pérez
Sent:  Tuesday, 1 February 2005, 19:07
Subject:  Re: De Juan Orlando

Juan Orlando:

Me ahorro el sermón y los reproches.  Como tú vas a vivir seguramente más que yo, y eres una persona honesta e inteligente, es posible que alcances el momento en que todos puedan ver con claridad de qué lado estuvo la razón en esta ya larga y dura parábola de la historia de nuestra islita.  No la razón pragmática o individual, que también es válida, sino la histórica y moral. Quizás ese día vuelvas sobre tus pasos, y mis huesos brincarán de alegría, porque te deseo lo mejor. Mientras, te dejo una puerta abierta a la comunicación.  Un saludo,

Julio

Yo me había preparado para un duro rapapolvos, no para aquella tácita absolución. Julio, decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, me había escrito unos días antes para preguntar cuándo yo iba a regresar a Cuba.   Mi permiso de salida estaba a punto de expirar, y algún diligente chupatintas de la universidad lo había notado.  A Julio, seguramente, le habían halado las orejas.  “¿Cuándo va a regresar ese niño? ¡Que no se vaya a quedar en Londres!”  Escribí, como respuesta, aquel largo mensaje-manifiesto, que días más tarde sería leído, analizado y rotundamente condenado en el comité del Partido de la Facultad de Comunicación, la ruidosa escuelita donde yo me había graduado, y donde luego había dado clases de periodismo por casi diez años.  En el mensaje, después de algunas cortesías, le informaba a Julio mi decisión, tomada meses, quizás años atrás.

“No voy a regresar a Cuba.  No ahora.  No pronto.”

Julio no debe haberse sorprendido.  Dejaba ir a sus jóvenes profesores al extranjero con la esperanza de que regresarían a la Facultad, pero resignado ante la posibilidad de una deserción.  Tonto, no era.  Administraba, tan bien como podía, o como lo dejaban, una Facultad que no tenía un centavo, se le estaba cayendo el techo, e iba de crisis en crisis, siempre había un alumno que había escrito o dicho algo que no debía, o un joven profesor que no había regresado de México o de España.  El aparentemente imperturbable Julio se dedicaba entonces a enmendar el entuerto, daba explicaciones a la Universidad, recomendaba no castigar demasiado severamente al alumno revoltoso, proponía en cambio “reforzar el trabajo educativo con los estudiantes”.  Una vez, cayó en las manos de un idiota un ensayo sobre Reynaldo Arenas escrito por dos estudiantes de periodismo.  Ardió Troya, la Seguridad del Estado cayó sobre la Facultad, los dos chiquillos estaban a punto de ser expulsados.  Julio, delicadamente, presidió las sesiones del tribunal disciplinario, con la misma parsimonia con que dirigía las reuniones del Consejo de Dirección.   Tanto se alargó aquel proceso, tantas averiguaciones y entrevistas fueron realizados, que hasta los genízaros de la Seguridad se aburrieron, y dejaron ir a los chiquillos casi ilesos.  Aquellos dos niñatos, y otros buscapleitos, habrían sido expulsados irremediablemente de la universidad si otra persona, de honra y astucia más cortas, y con ganas de hacerse notar por sus superiores, hubiese sido decano de la Facultad en aquella época.
 
En la Facultad, Julio impartía clases de Ética Periodística.  Yo nunca fui a sus clases, no sé qué les diría a sus estudiantes sobre la ética de Granma o del Noticiero Nacional de Televisión.  ¿Acaso les diría lo mismo que le dijo a Juventud Rebelde, en 1988?  Julio era por entonces Presidente de la Unión de Periodistas de Cuba, y se había tomado en serio aquella falsa perestroika cubana que Fidel Castro había llamado “proceso de rectificación de errores”.  Entrevistado por JR sobre el estado del periodismo nacional, Julio declaró que el modelo de prensa aplicado en el país estaba “agotado”, y no se correspondía “con las necesidades del desarrollo económico y social de Cuba”.  Sin poder contenerse, Julio denunció fuerzas de “resistencia” o de “inercia” capaces de paralizar “el mejor de los proyectos”.  Y le puso la tapa al pomo:   dijo, clarito clarito, que los intentos de reformar la prensa cubana continuaban fracasando “porque una prensa como la nuestra no cambia si no es como parte de una transformación de la sociedad”.  Aquel fue el momento culminante de su carrera:   aquellas pocas frases, la razón por la que se le recordará mejor.   Le costaron su puesto, Fidel se apresuró a cambiarlo, en la primera oportunidad, por el nefasto Tubal Páez.  Lo desterraron a la Facultad, lo nombraron decano de aquel tugurio, que era una forma de jubilarlo, de la política y del periodismo, y todavía pagarle un salario, y darle un título, para cubrir las apariencias. 



Julio no se hacía ilusiones, creo, cumplía sus funciones con irreprochable diligencia, pero también con sospechosa discreción, haciéndose deliberadamente tan invisible como alguien en su posición pudiera estarlo.  Probablemente contaba los meses que le faltaban para jubilarse de verdad, para escapar a su casa, quizás escribir sus memorias, y poner, para la posteridad, tres puntos sobre tres íes.  Es de imaginar que la catástrofe cubana, la muerte de la revolución, lo entristecía profundamente, desgarraba sus más obstinadas ilusiones.  Mirando a su alrededor, Julio casi no podía encontrar al final nadie que creyera tan sinceramente como él en el futuro del socialismo cubano. Yo mismo le eché en cara mi ríspido escepticismo.  "Yo no puedo continuar enseñando periodismo en Cuba, aparentando creer que mis estudiantes tendrán oportunidad de hacer más que árida propaganda de un espejismo o una mentira", escribí en mi mensaje de despedida.  Me han contado que una vez, pasando en su auto frente a la casa de mi madre, en la calle Virtudes, en el ghetto de Centro Habana, Julio dijo a los que lo acompañaban:  "La verdad es que Juan Orlando no tenía nada que hacer en este país".  Tampoco él, al final.  Julio se marchó también, el año pasado, con un último, brusco gesto, definitivamente.  

2 comentarios:

  1. Gracias por este texto, por revelar ese correo de Julio. A veces, me habría gustado saber más de lo que pasaba por su cabeza, aunque creo que puede haberse parecido bastante a lo que describes/imaginas. También a mí me dejó un día "una puerta abierta a la comunicación". Las puertas de la Facultad y la Universidad siempre estarán abiertas para ti, me dijo cuando me despedí.
    Un abrazo, R.

    ResponderEliminar
  2. Al Decano lo vimos partir con una deuda inmensa de palabras, de ideas. Sencillamente se aferró a la esperanza gris del Socialismo.

    ResponderEliminar